miércoles, 2 de mayo de 2007

Se va, se va, se fue


No se daba cuenta. El rozaba su mano sólo para robarle una gota de tacto intangible y ella no se daba cuenta. Por suerte. Porque hubiera sido difícil , después de años de relación y amistad, decirle que se moría de ganas por derribar ese muro, esos diez centímetros de distancia que se interponen entre una amiga y alguien que ya no quiere serlo. Hubiera sido difícil confesarle que cada noche ensayaba la noche en que le confesaría todo. Quizá entre copas, para allanar el camino de las confidencias inesperadas. Aunque, claro, correría el riesgo de que al día siguiente todo fuera considerado un gran error, un exceso producto de la borrachera. Y el único exceso aquí, era el del perturbador pensamiento.
No había noche en que no improvisara silenciosamente, con su discreta almohada como testigo, una situación ideal. La besó por primera vez mil veces. Hubiera sido difícil contarle que su ejercicio favorito para combatir - ¿o alimentar?- el desvelo, era repasar una a una la situaciones vividas en el día junto a ella. Cómo un obsesivo director de teatro, como un agudo historiador, reconstruía cada diálogo con detallada precisión. Como todo autor, incluía gestos, guiños o exageraba las escenas, generalmente en pos de fomentar su fantasía.
Pues no era más que eso: una fantasía. Si ella ni lo miraba. Bah, sí, lo miraba con cariño. Pero si había algo más,ella no se daba cuenta. De nada. Ni siquiera de la cara retorciéndose de bronca cuando hablaba sobre algún chico que le gustaba, o los ojos desorbitados cuando inocente le preguntaba: “¿Cómo me queda este pantalón?”.
Él había decido ponerle fin a esa angustia. Porque lo que primero fue un bello descubrimiento y una motivación constante, luego se convirtió en una condena omnipresente. La veía en todos lados, la escuchaba en todos lados. Pero él sólo quería verla y escucharla en un solo lugar: a su lado. Él primer paso era hablarlo con alguien. Porque a pesar de su incontenible sentimiento, nunca lo había hecho público. Ni siquiera a sus íntimos. Pablo a veces lo molestaba con cargosos pero anodinos comentarios. “Epa, ¡cómo se te van los ojitos, eh!”. O a veces más directo: “Lindo adiós tiene tu amiga”. Pero el silencio como respuesta apagaba cualquier sospecha.
Por eso tampoco pudo culpar a Pablo, aunque su enojo fue imposible de disimular a pesar del intento. Durante un par de meses Pablo creyó que estaba enojado por un partido de fútbol y le restaba importancia. “Es un cabrón, no sabe perder” decía. Pero la derrota que le dolía y lo alejaba de Pablo era otra. Porque quiso decirle una noche que la amaba, que no podía más, que el alma le explotaba y todas esas cosas que se dicen de golpe cuando las botellas vacías y los ceniceros llenos ciñen el aire con una espesa nube de anarquía y las luces giran ebrias sosteniendo el techo que aplasta.
Era en una fiesta del club. Había ido al baño. Más que entonado, le prometió a un perplejo azulejo que no iba a esperar más. Salió como un tren directo al choque. Y chocó. Lo vio a Pablo con ella. Besándose, tocándose, comiéndose. Ellos no se daban cuenta, pero a él se le detuvo el pulso. Un álgido escozor hendió su pecho. El mundo se le cayó a pedazos. Cualquier otra metáfora, por más inspirada u original que fuera, sería apócrifa. Su mundo se caía a pedazos y ni su mejor amiga ni su mejor amigo se daban cuenta. Se quedó un instante mirando. En realidad se quedó varios instantes. El primero, por la sorpresa. El segundo, por la decepción. Y el tercero y final, para comprobar con morbosa resignación que nunca había sido suya. Y nunca lo sería.
Estuvo un par de meses esquivándola. También intentaba esquivar a Pablo, pero le era más complicado. Justo hubo un par de partidos y de cumpleaños seguidos, citas impostergables. Tampoco quería exteriorizar su tristeza. Era un duelo íntimo. La imagen lo perseguía y ni siquiera podía denunciar traición. Si al menos le hubiera comentado a Pablo, seguramente éste hubiera dado un paso al costado. Porque hay códigos entre amigos. Y uno de ellos es que el primero que ficha, es el dueño. Pero no. El nunca había dicho nada. Y si bien Pablo no la amaba, tampoco quería perder la oportunidad de probar algo con una chica tan bonita. Entonces debía agachar la cabeza y callar su error y dolor.
A veces se olvidaba. De a ratos nomás. Y entonces retomaba las viejas costumbres. La imaginaba a ella a su lado, besándolo y diciéndole que a ella le pasaba lo mismo pero no se animaba. Pero enseguida la imagen del club volvía y la desazón se adueñaba de su humanidad. Los viajes en micro eran eternos porque ya no podía entretenerse como antes, pensándola.
Llegaron las fiestas. De a poco, recuperó su relación con Pablo. Le hizo creer que verdaderamente había sido todo por un partido de fútbol, y hasta le preguntaba por su noviazgo. Ella dejó paulatinamente de ser su amiga para convertirse en la novia de su amigo. Pero ya no pensaba tanto. Quizá corría la mirada cuando en alguna reunión se besaban. Nada más.
Una tarde, apenas entrado el año nuevo, caminaba parsimoniosamente la calle de su casa. Venía de no sé dónde y no tenía nada que hacer después. Caminaba sólo, distraído en una nube y cantando esa canción cursi de la radio. Esa tarde fue mucho tiempo antes de que Pablo la dejara por otra, y él tuviera dos novias, y ella se mudara a Capital, para escribirle o llamarlo cada tanto preguntado cómo estás. Esa tarde la olvidó. Pero nadie se dio cuenta. Él tampoco.

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