miércoles, 2 de mayo de 2007

Inmolación

Cuando llegamos allí, su cuerpo yacía en el suelo. Aparentemente había estallado, como en una especie de inmolación. La explosión habría sido de tal magnitud que salió despedido en un salto al vacío. Desfigurado, abierto, literalmente destrozado. ¿Cómo podía haberse desatado semejante siniestro?
No había testigos , pero nadie dudaba en advertir que dentro suyo - entre los trozos de tripas- había restos y evidencias de cierto cargamento explosivo. A metros apenas, la escena era desgarradora. El fuego había consumido y calcinado las carnes que se hallaban ya sin vida, deshaciéndose en cenizas.
Quienes llegamos unos instantes después de la tragedia formamos un círculo, rodeando la triste escena. Atónitos algunos, presos del pánico otros. Un nudo en la garganta, un rugido en la panza. Alguien atinó a decir que esa muerte era nuestra muerte también. Otro simplemente acotó: “Terrorismo”. El olor de los miembros incinerados se elevaba como una nube de gas espeso que se colaba impúdicamente por las narices y que se amotinaba en el pecho.
¿Cómo podía suceder esto? ¿Cómo podríamos haberlo evitado? ¿Hasta dónde alcanza la precaución? ¿Hasta donde estamos seguros y prevenidos de un verdadero atentado a la subsistencia? ¿Dónde está Dios, todo poderoso, omnipresente y omniausente, cuando la hecatombe se desata incontenible? ¿Quién nos cuida de lo imprevisible, del cruel capricho de los demonios desplegando su abanico de llamas e inclemencias sobre nuestra vulnerabilidad? ¿Quién nos repara la desazón de sentir que uno acaba de perder un trozo de vida? ¿Qué le resta a la humanidad cuando es despojada de su alma?
Entonces vino el Javi, encargado de la parrilla, y sentenció: “Chorizo de mierda. Lo pinché, reventó y chorreó como una canilla”. Cinco kilos de carne echados a la basura. Tuvimos que pedir una pizza.

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