miércoles, 2 de mayo de 2007

1997

“¿No te pega?”. Ella estaba convencida e insistía con su juego favorito: le pasaba el humo a través de los besos, en aquellas tardes infinitas de faso, de indolente pereza, de insolente belleza, de adolescente urgencia. Él hacía meses que no fumaba y por eso ella insistía. “¿No te mareás?” le preguntaba. De algún modo sí. Pero lo que lo mareaba era la calentura infernal que le abarrotaba los jeans rotos, y que luego de horas de arrumacos y brazos y piernas, los obligaba a realizar la casi habitual y poco elegante visita a la abuela de ella. La señora vivía sola en una inmensa casa amarillenta, con paredes ajadas, techos descascarados y cocina de azulejos celestes y canillas oxidadas.
Con los ojos desorbitados y el fuego empujando desde abajo, llegaban entre traspirados y excitados. “¡Que linda sorpresa!” decía la abuela, y ¡qué grande que estás nena!, y que nunca me visitás, y que sí, abuela, estuvimos ayer, pero la abuela se olvida, y ¿este chico quién es?, ¿tu novio? , no abuela, un compañero de la escuela. Y así, un par de mates, hasta que ella lo invitaba “a mostrarle el fondo y venimos”. Y en el fondo había plantas, malvones, y flores y macetas rotas, y un pequeño lavadero con una puertita que no alcanzaba a cerrar bien. Y ahí nomás, mientras la abuela escuchaba Radio Mitre en un Hitachi viejo y miraba sin volumen a Fernando Bravo en Telefe, ellos se devoraban hasta acabar. Y con los restos de sí, y los pelos revueltos, y la sonrisa cansada compartían un cigarrillo mientras comentaban en voz muy alta -para disimular- las bondades del jardín. “¿Qué es ese olor?” preguntaba la abuela. “Nada, deben ser los vecinos” decía ella y se despedían.
Así se pasaron parte de aquel verano otoño. Él hacía la secundaria a la mañana, no estudiaba nunca y en verdad, no había mucho que estudiar. Ella iba a la tarde a otro colegio pero, ciertamente, iba muy poco. Siempre era mejor salir en un recreo, y agarrar para la plaza o tomarse el bondi a Parque Saavedra, y pasarse casettes: Peligrosos Gorriones, Los Brujos, Pulp. Pero también los Stones, Los Beatles, y Don Cornelio. “Me gustan más Los Visitantes”. “No ves que sos pendejo” se reía ella-que apenas le llevaba unos meses de edad- y le comía la boca. “La versión de Nirvana está buena, pero la original de Bowie es mejor”. “Dejate de joder” respondía él, que no la había escuchado pero tenía la imagen del Bowie amarillo plástico de los ochenta. “¿Escuchaste lo que te grabé de Oasis?”. “Más o menos: me lo afanó Diego”. Diego era un pibe medio cancherito que chapaba cada tanto con ella. Ah, porque ellos no era novios. Eran amigos. Y él también tenía sus amigas. Aunque claro, no todas curtían ni llevaban una piedra en la cartera ni habían tomado. “Una sola vez, y nuca más. No le digas a nadie”.
La conoció un tiempo antes, de noche, claro. De noche oscura. Era sábado a la noche y–parafraseando a los Stones- ¿qué otra cosa puede hacer un pibe de La Plata si no es pelearse o tocar en una banda de rock&roll? Drogarse, quizá .La analgesia no es, en teoría, la mejor salida. Pero las teorías, ya sabemos, son de aire o papel .Por ende, no tienen carne ni dolor. Él apenas había aprendido a tomar la guitarra y pelearse no era lo suyo: el cuerpo no lo ayudaba y era demasiado cerebral. Demasiado impulsivo también, pero extremadamente racional como para medir y dosificar los excesos sin que alteren sus planes ni su paz hogareña. El nene va estudiar y cuando sale se porta muy bien. Pero ese sábado, como otros, y como muchos viernes, y como algún miércoles, él se había bajado una cajita de Arizu, algunos vasos de cerveza y el bufettero del club le convidó –“sólo por ser vos”- dos medidas de whisky. Salió de gira con los chicos. Lo de siempre: armarse uno abajo del monumento, y el que esté menos faseado maneja. La Placita, el pool de siempre, el kiosco-bar y caer en alguna fiesta. Era la fiesta de una amiga de un amigo del hermano de no se quién. Creedence de fondo, muchos tipos, pocas minas, alguna rolinga. Era una noche oscura. El cielo parecía derrumbarse. Y así ocurrió cuando salió al patio. La amiga del amigo del hermano de no sé quién no quería que fumen en ese departamento por si caía la cana, y él salió al patio. Pero la lluvia complicaba las cosas. Con las gotas del cielo rebotando en el fernet apareció ella. Su boca luminosa le dijo cantando y sonriendo: “Smoking under rain…”.La ocurrencia llamó su atención, aunque odiaba las comedias musicales. Dejó de picar porque se estaba mojando y no había mucha. Además era de aquellos que los llevan armados y se volvía menos hábil aún si lo observaban. Sería ella, tiempo después, la armadora oficial de sus rondas de dos. Hablaron de cine, de discos, de tele, de lo dificultad de hacer un lillo con el atado de cigarrillos, de un primo que fumaba con la nariz (o la oreja, no sé) y un vecino que decía que fumaba con un casco puesto. Pero la lluvia era muy intensa: ella sacó dos rivo del bolsillo y los puso en el fernet. Poco ortodoxo, nada profesional, pero atractivamente experimental. Siguieron vistiéndose de intemperie, bañándose de risas y mojándose de lluvia. Se fueron algo rotos, pero no hubo besos ni cama. Nada de eso.
La carne llegaría un mes más tarde, justo un rato antes de que entre el padre de ella y simulen que sólo que estaban tomando mate, y el padre no se dé cuenta porque otra vez había bebido, pero no tanto como para violentarse. Esa vez zafó, y por las dudas, ella no lo dejó ir nunca más a su casa. No era un hogar dulce hogar. La madre se había ido a Córdoba cuando ella tenía siete años y desde entonces tuvo que lidiar con su padre y con la abuela. Menos dulce fue el hogar aquella tarde en la él pasó a buscarla, algo intrigado por la “desaparición” en el colegio, y en su tardes. “Volás de acá o te recago a trompadas” lo recibió- bah, lo despidió- el padre y no la volvió a ver por meses.
Con el correr de los días se acostumbró. Él la quería, pero podía vivir sin ella. La quería, digamos, como se quiere a un amigo. Es que eso eran ellos: amigos. Un viernes de junio, frío y húmedo, la encontró por la calle. Él iba a un recital con los chicos y estaban llegando tarde. Ella estaba visiblemente ropiada y más allá de eso, muy esquiva. “¿Dónde estuviste? No llamaste, despareciste…” quiso acercarse él. “Vos no sabés nada” se alejó ella, con una sonrisa de mujer vencida.
Junio se hizo septiembre y sin embargo aquella noche de primavera era un hielo. No había planes concretos, ni filo ni ganas. Un truquito con los pibes, una vueltita por ahí y a la cama, fatalmente solo. Otra mano pobre, con dos sotas y un seis que no servían ni para el tanto, cuando ella irrumpió bajando aceleradamente la escalera que daba al buffet. Los ojos temerosos y temerarios a la vez; un Camel sin encender, un bolsito cruzando su cuerpo. “Acompañame” dijo ella. “¿A dónde?”. “A la terminal”. Él se levantó sin decir nada. Incluso se olvidó la campera en la silla y quizás el frío fue lo que congeló su boca en las catorce cuadras que los separaban de la terminal de micros. Dos cuadras antes, ella frenó y sin que le pregunte explicó:“Me voy a Córdoba”. “¿Por qué?” . “Porque…” y rompió en un llanto estremecedor. Él la abrazó en silencio mientras ella repetía de manera incesante“no aguanto más”.
En el banco de la terminal, él insistió en saber las razones. Pero ella se limitó a silenciarlo con una sonrisa triste. Igual a la de aquella noche. Finalmente arribó el micro. Él no quería tomar conciencia. Ella ya no podía tomarla. Y de pronto ella volvió a sonreír , pero diferente. O igual a aquellas tardes de verano-otoño, cuando caminaban el jardín de la abuela. Y lo besó. Tierna e infinita lo besó. Y subió al micro sin decir adiós. El micro se alejó en cámara lenta, como en una película, y él se quedó atónito, inmóvil, degustando aún el tacto de aquel beso. Nunca más la vería, nunca más la vio. Era el beso del adiós.
Ese beso, ese instante eterno, no le convidó humo. Ese beso era fuego. Una llama pequeña pero penetrante. Lo suficiente como para encender el cigarrillo- el mismo que no fumaba desde hacía dos años- y marearlo con el recuerdo que pega fuerte esta noche. Pega y marea en esta noche clara, en su escritorio, con su título de sociólogo en la pared, con sus pulmones limpios, con su trabajo sólido, con sus pesados veintilargos, ahora que el rivotril sólo lo toma para dormir. Como se dormirá en un rato, una vez que el recuerdo se extinga con pálida resignación.


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