sábado, 26 de mayo de 2007

Los pájaros ciegos

A Lau, Ale y Miguel
En apenas unos años, Alalurt se había transformado -sin lugar a dudas- en la ciudad más importante del país. Hubiera restado concretar el traslado de la Capital, para sentenciarlo oficialmente. Lo que durante un siglo había sido una modesta localidad, adquirió aceleradamente dimensiones majestuosas, dignas de las urbes más inmensas. El cambio se había dado de la mano de una innegable voluntad de trabajo y una inocultable ambición de prosperidad. La industria crecía a pasos agigantados, con variados rubros y diversos establecimientos. En parte por la promisoria oferta que significaba para las zonas aledañas, y también por una forzosa demanda de la misma ciudad, miles de personas convergían diariamente en sus calles superpobladas. A su vez, no sólo las empresas líderes del país abrieron sucursales o plantas en Alalurt, sino que también grupos e inversionistas extranjeros realizaron emprendimientos en estas latitudes.
Si París es la ciudad de las luces, Alalurt era la ciudad de los humos. Al menos así le agradaba decir al Gobierno, que orgullosamente, promocionaba sus activas chimeneas como un logro más de su gestión. Su incesante productividad e incremento económico era un ejemplo a seguir por el resto de la nación, además de ser un sustento en las exportaciones y en el consumo interno. En las universidades más prestigiosas del mundo se estudiaba y analizaba el caso, y hasta un teórico economista publicó un libro didáctico llamado “Alalurt: voluntad y desarrollo”.
Se podría decir que el nivel de vida de Alalurt, era bueno. Si no estaba asegurado el confort, al menos era algo posible. Pero de todos modos, no había mucho tiempo para pensar en eso. Lo importante era -como el tan promocionado espíritu de la ciudad- producir. Es su laberínticas vías transitaban miles (que luego fueron millones) de hombres y mujeres dirigiéndose acelerada e infatigablemente hacia fábricas, oficinas, estaciones, rascacielos y, sobre todo, obras en construcción. El flujo demográfico, la competencia entre firmas y el apuro por ocupar los cada vez menos frecuentes espacios libres, catapultaron la construcción edilicia a lo largo y ancho de Alalurt. Y a lo alto. Esta suerte de estirón de cemento promovió una innovación de ingeniería inédita en el país: la construcción de las llamadas aerovías. No eran más que simples pero enredadas autopistas, elevadas a cientos de metros. Resultaba curioso y pintoresco ver cómo los habitantes empezaron a utilizar como referencia no sólo las habituales coordenadas horizontales sino también implementaron las verticales: la altura de las calles ahora se medía literalmente. De hecho, las locaciones más elevadas pasaron a ser las más cotizadas debido a que poseían un acceso más despejado al cielo. Eran muy pocos aquellos que podían asomar una mañana por la ventana y advertir las condiciones del tiempo.
La vida secreta de los pájaros no escapó a la expansión tridimensional de Alalurt. Lógicamente su hábitat se modificó y por ende, sus comportamientos. E incluso, como suele suceder con todas las especies a los largo de la historia, su propio organismo sufrió alteraciones. Los árboles habían sido totalmente erradicados, y el cielo se hallaba cada vez más lejano y obturado. El humo de las chimeneas y las sombras de los edificios habían mitigado sensiblemente los estímulos luminosos naturales y, sumado al contraste del omnipresente neón, gran porcentaje de pájaros perdieron con peligrosa velocidad la visión. Su vuelo cada vez era más corto y rasante, y desarrollaron una asombrosa capacidad de colarse entre las entrañas de hormigón con intuitiva destreza. Los pájaros que aún veían eran los encargados de anunciar el día, guiar los movimientos de rutina y obtener las provisiones para subsistir. Pero muchos pájaros (videntes o no) eran impedidos en su movilidad: la irregular construcción de la ciudad provocaba que quedaran atrapados entre cimientos, vigas o columnas. Otros, simplemente se desvanecían ante el acosador smog. De a poco, los pájaros caídos comenzaron a aparecer en las veredas de Alalurt. Algunos hombres los pisaban, otros pasaban a su lado. Pero ninguno los veía.
La falta de luz no era el único problema que aquejaba a los pájaros. También, lo era el ruido. Los hombres, sumidos en sus tareas, sus autos, sus celulares y sus auriculares, no lo advertían. Como un inmenso e imponente motor, la ciudad funcionaba cubierta por una sobrenatural cortina de ruido, un bramido intenso, un estruendo sostenido. Al parecer los hombres se habían acostumbrado, pero era verdaderamente ensordecedor. A tal punto que los pájaros no podían escucharse entre ellos. El panorama era lo suficientemente preocupante como para que el canto (su mayor canal de contacto) se vea acallado. Fue así que los pájaros que aún podían apreciar débiles pero aliviadores haces de luz, decidieron modificar la rutina: cantarían durante la noche, cuando el monstruo sonoro disminuye su rugido.
Las mutaciones de la especie eran el tema principal que competía a los pájaros en sus conversaciones nocturnas. Pero también las charlas cotidianas, aquellas que forzadamente habían abandonado y que ahora, adivinando la luna entre las torres, recuperaban. De un edificio a otro, de un recoveco a otro, los pájaros debatían, discutían, se enfrentaban, se encontraban y hasta se declaraban amor. En definitiva, los pájaros vivían otra vez. Y lo hacían de noche.
En una ciudad donde se trabaja constantemente, las reglamentarias ocho horas de sueño son sagradas y, también, necesarias. Por eso no fueron pocos los hombres que vieron su reposo interrumpido por el murmullo de los pájaros. Al principio no ocasionó más que algunas quejas cuyo recibo nadie acusó. Pero más adelante, las autoridades debieron tomar soluciones. Es que los pájaros no sólo habían incrementado la ceguera sino que su capacidad auditiva era tan débil que debían forzar sus voces. Éstas dejaron de ser timbres melódicos y armónicos para transformarse en chillidos desgarrados y desgarradores. La primera medida fue realizar un exterminio a conciencia. Pero esa suerte de reencuentro masivo de las aves había generado que cada noche la especie se reprodujera y se multiplicara con las mutaciones ya explicadas. Un prestigioso periodista de Alaturt se remitió a un filme de Alfred Hitchcok. Pero tras el impacto amarillista,ocultaba una verdad esencial: a diferencia de la película, estos pájaros eran totalmente inofensivos. A pesar del terror que ocasionaban en la sociedad, no residía en ellos ningún atisbo de agresividad. Todo lo que hacían era escupir su quejido confuso y confundido. Este tipo de interpretaciones sólo acentuaban el conflicto: así como en su momento los pájaros fueron ignorados, aniquilados y postergados, de pronto eran el elemento extraño a erradicar.
Más tarde se invirtieron los husos horarios. Las jornadas laborales se iniciarían al caer la tarde y al salir el sol se dormiría. Durante algunas semanas pareció funcionar y hasta hubo quienes se sintieron felices de poder saciar su esencia noctámbula. Pero pasada la novedad, la medida ya no fue tomada a gusto.
Lo que los hombres no apreciaron es que ya casi no existían pájaros videntes. Eso significaba que no existía entre estas criaturas quienes distinguieran la noche y el día. Fue así que desorientados por la penumbra y la sordera, los pájaros cantaban -o gemían, o aullaban, o crujían, o cómo denominar tan estremecedor sonido- a toda hora. Y con más y más fuerza, a medida que menos y menos se escuchaban.
Entonces intervino el Gobierno nacional. Alalurt era el orgullo de su gestión y como dijo un ministro -en un intento de poética arenga-: “la voz de los pájaros no callará la voz de los hombres”. Entonces se dobló la apuesta: trabajar día y noche ininterrumpidamente. El esfuerzo sería desgastador, pero los efectos favorables. Además de no ceder a la “amenaza alada” (así la llamaron algunos matutinos), la producción aumentaría de un modo inimaginado. El sueño llegaría al fin, cuando el cuerpo lo demandara, y por ello se suministraron camas en los lugares de trabajo y se diagramó un complejo y eficaz plan de relevos.
Desde entonces Alalurt se mantiene con ese plan. Si bien la marcha productiva no se detiene, y es el responsable del 76 % del Producto Bruto Interno del país, es cierto que ya no son tantas las personas que deciden arribar a ella. Incluso, el Gobierno cambió de mando y si bien sostienen el proyecto, ha tomado cierta distancia. Potencias mundiales ofrecieron con su habitual amabilidad prestar su poderoso arsenal para eliminar el conflicto. Pero la red arquitectónica es tan intrincada que es imposible distinguir una zona libre de pájaros. Cualquier detonación acabaría no sólo con las aves sino también con los hombres y la misma estructura de la ciudad, lo cual implicaría una gran pérdida para la humanidad. Sobre todo en lo económico.
Mientras tanto, no hay días ni noches en Alalurt. La convivencia entre hombres y pájaros se da inerte y mecánicamente. Los pájaros siguen aullando y cayendo. Algunos hombres sufren el insomnio eterno (al punto de perder el movimiento reflejo de los párpados) y a su vez, aumentan los casos de ceguera. A lo largo de la historia, ya hemos dicho, las especies adaptaron sus organismos a su hábitat. Recientemente se han conocido casos de hombres con malformaciones, cuyas extremidades se asemejan a alas. Pero no se sabe de ninguno que haya podido volar. Igualmente, muchos se arrojan (con o sin alas) desde los edificios, hartos del martirio. Otros, simplemente caen. Pájaros y hombres muertos alfombran las calles de Alalurt. Los hombres insomnes, sordos y ciegos, y los pájaros insomnes, sordos y ciegos, pasan a su lado o los pisan. Pero claro está que no los ven.

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