miércoles, 2 de mayo de 2007

El Príncipe

No iba a ir a la fiesta. No. Siempre era lo mismo. Se maquillaba, se arreglaba y después no pasaba nada. Planchaba. Pero no porque fuera poca cosa. No. Ella sabía que, contrariamente, era demasiado mujer. Lo que sucede es que no entraba en los parámetros de la belleza actual. Claro, no era flaquita, blanquita, quebradiza, como esas chicas de ahora que salen en la tele y que si se levanta una brisa, olvidate. No, ella sabía que era bien mujer. Se sentía toooda una mujer. Sólo que no había tenido suerte. Hasta esa noche.
No iba ir a la fiesta, aunque todas sus amigas sí. Alquiló una película de Meg Ryan-esas para llorar- y se puso el pijama. Pero a medida que las agujas calabaceaban las doce, dudaba más del plan escogido. Por eso a las doce y pico se arrepintió, se puso las mejores pilchas, se arregló el pelo y apenas terminó-a la una y media- enfiló para la fiesta.
Cuando llegó advirtió cierto clima de euforia. Los chicos se le abalanzaban sin pudor alguno, y ella se convenció de que había elegido la ropa adecuada. Estaba para matar, pensaba. Todos le hablaban, le decían cosas que no entendía, pero ella no los escuchaba. Una diosa así no podía detenerse ante cualquiera. Dio varias vueltas al lugar y no encontró a las chicas. Sólo veía parejas formándose y deformándose en besos etílicos. La noche transcurría y ella se iba quedando sola. Otra ve lo mismo, pensó. Los chicos no se animan. Y...es lógico, se convencía. “Bombón” le gritaban. “Chocolate” insistían. Pero ella estaba harta de piropos cobardes. Ella quería un hombre que la acechara en serio. Que la pusiera contra la pared del deseo (frase que había leído en su libro de cabecera “Los secretos de la Pasión”, de Lisa Honey). A las cuatro de la mañana ya había perdido todo tipo de esperanzas.
Hasta que lo vio. Ella estaba apoyada contra una columna. Él venía caminando en un extraño zigzag. Atravesaba la pista con viril impunidad, llevándose el mundo por delante. Sus ojos desorbitados despedían fuego. Había algo en esa mirada que lo hacía irresistiblemente misterioso. Un dejo de tristeza quizá; una chispa de voracidad talvez. De pronto comenzó a moverse de manera exótica. Su brazos se balanceaban deliberadamente para un lado y para el otro. Sus pies se deslizaban incesantemente rozando el tropezón. Todos se reían a su alrededor. Ella sonreía sin poder ocultar la admiración que le producía ese chico. Además de indescifrable y sensual, era el centro de la fiesta.
Mientras él seguía haciendo payadas, ella se decidió. Se paró de frente al muchacho. Peinó su cabello enrulado desplazándolo de un costado al otro. Apretó la mandíbula y sacó trompita. Los ojos azules, pensaba. Máma dice que tengo lindos ojos, repetía. Lo miró fijamente, hasta que la advirtiera.
Entonces él detuvo su danza exótica y sus monerías. Se arrojó decididamente. De arrebato. De prepo. Sin dudarlo. Se arrojó sobre ella y le encajó soberano beso de sopapa . Ella lo sintió enseguida. A flor de piel. Ese era el hombre. Fuerte, decidido, viril. Eso era un beso. Un instante supremo. Una danza de fuegos en la que los astros bailaban al compás del amor (esa frase también la había leído en un libro de Lisa Honey , “A la espera de mi príncipe”). Y ese era El Príncipe. No necesitaba decir nada. Su personalidad superaba el diálogo. ¿Que podían agregar ese conjunto de signos insignificantes que son las palabras, esa falacia atroz que es la verba, a un momento semejante, aun hombre sin igual? Nada. Siguió besándolo y sin dejarlo hablar, ni respirar. Fueron cinco minutos. Los suficientes para cerciorarse que ese era el hombre de su vida. Un príncipe.
El no dijo nada. De golpe dejó de besarla, le dio un papelito y se fue. Será su teléfono, caviló ella. No le importaba. Era la noche más feliz de su vida. Y había durado sólo un instante. Un instante eterno. Tampoco le importaba, porque tenía su número y era sólo el principio de un gran amor. Estaba feliz y lo único que quería era encontrar a las chicas. Era raro que no estuviese. Al cabo de un rato, dejó de importarle todo. Sabrina sólo pensaba en Su Príncipe.
Al otro día, en el club, los muchachos conversaban entre gaseosas y remeras transpiradas.
-Che ¡qué bagayo se agarró Pablo anoche!- disparó Martín.
- ¿Cómo no querés que se agarre esa gorda, si tenía una curda que no veía una vaca echada? – agregó el Zurdo.
-Si no veía a las vacas, entonces lo de anoche está justificado, Pablo.-remató el Colorado .Todos rieron y Pablo, que quería cambiar de tema, preguntó:
-Chiru ¿me llevás el auto, que tengo que irme rápido?
- No, si el coche está roto.- respondió el Chiru.- Hablando de eso, ¿qué carajo hiciste con el número del mecánico que te di anoche en la fiesta?

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