miércoles, 2 de mayo de 2007

Pan y queso

Pan. Queso. Pan. Queso. Pan. Y Diego para un lado y el Negro para el otro y así sucesivamente. “Boca” para un lado, “Buzo verde” para el otro. Y al final de ese absurdo rito: yo. Siempre quedaba último. Fuera par la cantidad de jugadores o fuera impar- lo que se resolvía con el humillante “gol lleva”- , siempre era el último en la elección de los equipos.
Pan, queso, pan. Cada paso era un paso más en esa lenta y agónica carrera hacia mi degradación, cada pisada era una pisada más sobre mi diminuto orgullo. ¿Pisada? ¡Pisotón! ¡Pero si era como si un elefante caminara por sobre los restos de mi dignidad! Si todos los pibes terminaban con las camisetas sucias, y los pantalones rotos, con esas grietas a la altura de las rodillas. Pero yo ya estaba maltrecho antes de arrancar. Porque , díganme ¿era necesaria esa cruel ceremonia antes de un encuentro deportivo? Yo hoy escucho a los relatores deportivos diciendo que no puede ser que se canten los himnos antes de un partido, que van a jugar un encuentro y no una guerra. Pero esto era peor. Ni siquiera era una guerra: era un bombardeo unilateral a mi inofensiva confianza. ¿O quién podía luego jugar bien cuando había sido el último en la selección? Nadie. Entonces uno jugaba peor todavía, y al partido siguiente lo volvían a elegir al final, y así se entraba en un círculo vicioso del cual no se salía fácilmente.
Con esos antecedentes yo ya llegaba totalmente desmoralizado y me iba hecho un trapo de piso. Imagine si en esa época hubiera habido psicólogos, como tienen los equipos de hoy. ¡¿Qué psicólogos?! Bastante con que había un arco- el otro lo hacíamos con buzos y pantalones largos- y claro está, la pelota. Pelota que me pertenecía. Lo cual me hacía sentir peor. Porque al principio, cuando me empecé a juntar con esos chicos del barrio (mi madre no me dejaba antes, pero a mi el fulbito me tiraba ¿vio?), me conformaba con que último o primero, al menos me dejaban jugar. Pero cuando el Turco tiró aquella vez la bocha a la calle , y un camión con acoplado la reventó como una sandía, todos los ojos apuntaron a mí. “Pituco”- porque así me decían- “ ¿por qué no le pedís a tu viejo que te regale una pelota?”. Faltaban unos días para que cumpla once años y mi padre accedió. Desde ese momento fui imprescindible en los picados. Pero no de la forma más decorosa.
Es que debo reconocerlo: yo no era bueno. Es mas, era bastante patadura. Pero, ¿el peor? No, el peor no era. En serio, no me mire así. Le juro que había otros que eran peores. El rengo, por ejemplo. ¿Debo agregar algo más? Usted me dirá que al menos tenía una pierna hábil. Ja. Muy gracioso. Pero no le miento. Estaba el Rengo, y Pato. ¡Uhh, mi dios! El Pato más que pato, era un perro. ¡Pobrecito! Como sería de malo que a veces lo ponían de palo, en verano, cuando nadie llevaba buzos para el arco. Lo que pasa es que tanto el Pato como el Rengo eran más amigos de la barra que yo. Porque yo para ellos era el niño bien, el que tenía las mejores notas y su padre la casa más linda y el auto más caro. Entonces los guachos, por resentimiento social o no se qué, me elegían último.
Con el tiempo se me pasó. Entré en la facultad, estudié Ciencias Económicas, luego Administración de Empresas e hice una carrera profesional importante. Entonces el fútbol y los picados quedaron- como querían mis viejos- de lado. Sin embargo todavía me queda, ahí, a un costado del alma, en la ratonera del cuore, un huequito, un dolor, una angustia, por aquel rito impiadoso del “pan y queso”.
¿Se puede causar tanto dolor en una persona, tanta infelicidad en un niño? Y después me dicen que soy un explotador, un cerdo capitalista y esas cosas. Todo porque afuera de mi despacho me están esperando doscientos tipos buscando un trabajo y yo seguramente no voy a elegir a nadie. ¡Pero que se jodan , esos muertos de hambre! ¡Que se vayan a comer pan y queso!

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