miércoles, 2 de mayo de 2007

El motor

Desde que yo recuerdo, mi vida siempre ha sido -si no cautivante- al menos atractiva. Por razones que me exceden, han sucedido en el transcurso de mis días cosas extraordinarias o infrecuentes. Personajes que inspirarían miles de líneas, situaciones curiosamente repetidas, impensadas y, a la vez, coherentes conexiones de eventos. Una de ellas fue cruzarme con Noriega, o con su historia, mejor dicho. Precisamente llegué a él porque en los últimos meses notaba cierta calma, cierto aire de rutina en mi vida. Todas esas anécdotas y misterios que llovían a borbotones habitualmente, apenas estaban goteando. A punto de vencerse mi contrato de alquiler, decidí que cambiar de barrio era un buen modo de arrancar nuevamente y reencontrarme con todos esos encantos que gradualmente el mundo dejaba de obsequiarme.
Esa zona me gustaba. Lejos del centro, pero no tanto. El tradicional espíritu de barrio renovado por el aire fresco de los estudiantes universitarios. Por eso cuando un conocido me dijo que a través de otro conocido había escuchado hablar sobre una casa en 6 y 63, resolví atravesar a pie las tibias baldosas del sábado a la tarde. Tras una lenta y distendida caminata, llegué a la dirección indicada. En su exterior, la casa no parecía deslumbrante, pero tampoco era eso lo que yo buscaba ni lo que yo podía pagar. Un extenso frente adornado de piedras, una pesada puerta color verde y una opaca ventana rota , por un toscazo talvez. “Noriega no vive más ahí”.Una voz firme me interrumpió. Sentado en una silla de plástico, asomando desde la despensa que lindaba con la casa, abriendo la cortina de colores con su brazo derecho, un hombre de ojos oscuros, gesto robusto, clausurado, y espeso bigote negro se presentó: “Larrea es mi nombre”. Entonces me explicó que hacía casi un año que Noriega, el dueño de la casa, no vivía allí pues estaba internado en un hospital. Justo antes de marchar y mientras Larrea me ofrecía- en verdad, quería venderme- unas “exquisitas facturas”, alguien me llamó desde el interior de la casa.
La puerta verde se abrió. Un joven delgado, con los ojos estrechamente achinados, y unos veinticinco años aproximadamente, me invitó a pasar. No se presentó. Pero me dijo que me estaba esperando, que ya le había mostrado la casa a otras personas y que tenía intenciones de alquilarla pronto. La casa necesitaba evidentes refacciones, pero para mi estaba bien. Sobre todo por el precio. Sin embargo lo que más me inquietaba era esa colección de papeles viejos, lápices, latas e instrumentos desordenados y desperdigados que dotaban su atmósfera de sugestivo encanto. El joven lo advirtió y sin que yo le preguntara, me contó-más o menos así- la historia de Noriega:
“No recordaba el día exacto en el que lo descubrió. En parte porque el hallazgo- que pasó de tímida inquietud a incontenible asombro, y de pesada certeza a bendición maldita - se dio paulatinamente. No recordaba el día exacto pero tampoco ningún momento en el que aquello hubiera esta ausente. Siempre lo percibió. En principio no era más que una curiosa sensación que su cuerpo acunaba, de modo sutil y velado. Luego advirtió un débil castañeo, tan fútil que se perdía entre el murmullo de las maderas que vestían su habitación.
Llegada la pubertad, aquella vibración interna se intensificó. Pensó que serían las hormonas, instancia lógica de su crecimiento. A su vez, el castañeo se tornó en un tenue pero infatigable repique, entre seco y metálico. Tan similar al tic tac del reloj que creyó- o quiso creer- que de ello se trataba.
La adolescencia le abrió la puerta a la calle y halló en su seno el mejor refugio. El ruido, los pasos, los autos, los timbres, las voces: todos, de algún modo, atenuaban esa indescifrable sensación. Las piernas, los humos, los sueños, las noches: queriendo o no, lo distraían. Pero la soledad, esa inevitable, traía de regreso lo que nunca se había ido. Y entonces debió planear la fuga.
Cada noche- al menos las peores, en las que se quedaba en casa- llevaba a cabo el mismo ejercicio: repetía verso por verso, canción por canción, disco por disco, de sus artistas favoritos. De ese modo, y luego un largo rato, lograba dormir y liberarse por un par de horas del omnipresente ajetreo. Sin embargo, aquel plan simple dejó de serlo. Eran tantos los versos y tantas las canciones y tantos los artistas que muchas veces el sol lo sorprendía tarareando en voz baja. Y probó suerte con el cine. No poseía demasiada información sobre aquel género y en parte, era divertido recrear diálogos o escenas, ya que siempre pueden ser útiles para alguna conquista amorosa o como broche elegante de alguna charla encendida. Pero no hubo caso.
A medida que urgía con mayor fuerza el indescriptible, él recurría a diversas formas de distracción. La narración fue una. No sólo de noche sino también de día, relataba situaciones reales o imaginarias, en prosa o en verso. Intentaba que fueran por escrito, pero no siempre tenía un papel a mano o la situación era la más propicia: lo hacía durante el reposo, pero también en el trabajo. Es que la marea- ¿cómo definirla a esta altura?- era constante, ininterrumpida. Cada vez se hacía más dificultoso disimular los extraños ruidos que su cuerpo expedía- mecánicos, sincrónicos, cacofónicos-, pero más complejo era ocultar las alteraciones que su ánimo y su mente sufrían.
El ruido crecía y el ardor también. El remanso inicial- ese que consistía en soltar la voz o la pluma; la mera imaginación al vacío- transmutaba ahora en todo lo contrario: un incesante y prolífico caudal de palabras, verbos, imágenes, olores, dolores, melodías que crispaban aún más su humanidad. Arduo era impedir ambos impulsos vitales: la convulsión incontenible, la marcha inquebrantable, el paso férreo, por un lado; la retórica constante, la pregunta en dominó, la obra inconclusa, la escala difusa, por el otro. No podía y tampoco estaba seguro de quererlo. Es que resultaban tan vitales que temía a deshacerse de ellos.
En un rapto de inapelable lucidez (así suelen ofrecerse las grandes revelaciones: abrupta y despojadamente), entendió que ambas perturbaciones trabajaban de manera conjunta. Ambas se alimentaban recíprocamente. Sacó fuerza de donde pudo y vio que si detenía el caudal de ideas, de papeles inasibles, de fotogramas intangibles, el ardor disminuía. Pero ese rapto duró poco, porque la avalancha de notas, voces, frases, preguntas, respuestas y más preguntas, arrebató con cualquier pensamiento que pueda denominarse razonable.
Entonces se entregó. Al incesante galopar, a las ideas vagas. Esas situaciones que relataba dejaron de ser imaginarias o reales: ya eran lo mismo. Sólo había que dejar testimonio, empresa que por cierto no era fácil. Las horas del día no alcanzaban para plasmar (entiéndase, escribir, cantar, grabar, filmar, dibujar) tanta urgencia, y de a poco perdió la costumbre y necesidad de dormir. Más que nunca, dormir significaba una pérdida de tiempo.
Algunas canciones podrían calificarse como buenas. Él amaba esa que comenzaba con una guitarra en ritmo de vals, otra recorriendo la escala de una armonía en mi mayor, una melódica como melancólico telón de fondo, una pandereta en redonda. Francamente era interesante, sobre todo en comparación con el infinito repertorio de partituras y registros analógicos. Los poemas tampoco estaban mal. Algunos demasiado barrocos, con rimas forzadas, cercados por métricas innecesarias. Otros más sencillos, al borde de la banalidad. Muchos de ellos tenían como protagonista a un nombre en particular: Violeta. “Pelo negro, levemente escalonado hacia el costado, sus ojos pequeños y vivaces, su boca grande y generosa…”.Así comenzaba “Inventario sobre Violeta”, el primero de los mil catorce poemas dedicados a la misma mujer que protagonizaba ciento doce canciones, diecinueve cuentos, tres novelas y un guión cinematográfico. A parecer, éste estuvo a punto de ser rodado, pero nunca lo conformó ninguna actriz que pudiera encarnar a la tal Violeta.
Volviendo a sus cuentos y novelas, eran intolerablemente pobres. Los cuentos tenían demasiada similitud con autores que podían ir desde el popular y entrañable Roberto Fontanarrosa hasta el erudito, admirable y odioso Jorge Luis Borges, sólo por citar algunos. La interpretación que hacía de ciertos giros o recursos literarios, podía resultar llanamente ofensiva para sus creadores originales. Talvez su único rasgo de autenticidad lo obtenía en el dibujo, no tanto por un talento desmedido, sino más bien por ciertas limitaciones técnicas en el pulso de su mano izquierda.
Todos estos juicios-impertinentes para alguien que en definitiva sólo vino a ofrecerle una casa- poco le importaban. La catarsis sistemática conlleva una dosis considerable de dolor, pero también de analgesia y satisfacción. El peor de los momentos, la peor de las heridas, el peor de los rostros, podía ser utilizado y canalizado en sus intentos artísticos. Nada era mezquino ni trivial, ni bello ni feo, sino sólo dentro de sus relatos. Fuera de ellos, todo podía ser sencillamente inspirador. Incluso el antipático gato gris de ojos verdes que merodea el terreno de enfrente, mereció un ensayo de milonga con tono picaresco. Y eso que él odiaba a los gatos.
Sus obras (la rima con “sobras” resulta tan obvia como tentadora) avasallan desde el desconcierto y -debo decirlo- el pavor. Es más que recurrente: es reiterativa. Los mismos personajes, situaciones y sensaciones, descriptas una y otra vez. Frases que se repiten en una canción y en un cuento, fragmentos enteros trasferidos de una novela a un guión. Los mismos vocablos y los mismos rostros saltando de un soporte a otro, reinterpretando por enésima vez la misma escena con ínfimas variaciones. Puedo entender que los grandes artistas no lo son sino gracias a sus obsesiones. Pero en casos como el de este hombre, su obsesión debió limitarse a no arrugar su camisa o que no le toquen el cabello (algo que personalmente, me molesta y mucho). Claro que debo ser justo: ¿qué podría esperarse en un hombre que forzadamente debió encerrarse, más que hacer lo mismo con su imaginación? ¿Qué salida tiene un hombre ávido de historias sumido en un estricto ostracismo?
Con el correr de los años, la convulsión creció a niveles impensados. Parecía un volcán escupiendo mares de ceniza y fuego. El ruido era ensordecedor. Los vecinos, acostumbrados sus manejos extraños, se preguntaban boquiabiertos las razones, pero chocaban contra la puerta y el encierro al cual debió someterse. Ya no podía escribir, ni cantar, ni nada. Mucho menos podía difundir sus obras, tarea pendiente que vivía posponiendo debido a que nuevas ideas vivían acosándolo. Pero eso que sentía adentro, eso que giraba e impulsaba en su interior, se había vuelto lo suficientemente pesado como para dejarlo mover su cuerpo. El viejo tic tac era mucho más voluminoso (¿trak trak sería la onomatopeya?), como si se arrastrara entorpecido. Esa pesadez le era trasmitida a sus propios pasos, y alteraba sensiblemente su motricidad.
El dolor era inhumano. En un rapto de comprensible locura (así suelen darse las grandes decisiones: abrupta y enérgicamente), tomó un cuchillo y apuntó sin vacilar hacia su pecho. Sabía que eso-fuera lo que fuera- ocupaba todo el cuerpo. Sin embargo estaba seguro de que surgía y urgía desde su pecho. Entonces introdujo la punta y luego hendió verticalmente. La sangre no tardó en brotar, pero no lo preocupaba. En cambio, sí lo aterraba lo que habitaba entre sus entrañas.
Lo que vio en ese instante no pudo creerlo, y en verdad, nadie podría: un inverosímil dispositivo mecánico, poblado de tubos, cables y tuercas. Las bobinas (eso eran) parecían estar engrasadas, pero aún así se arrastraban imponente y retumbantemente. Un teclado infrecuente, con miles de letras y símbolos, plagado de signos absolutamente desconocidos, pulsando sin pausa vocablos y frases (la mitad de ellas, insensatas) que se imprimían inmediatamente, en simultáneo con las imágenes que emanaban un ejército de proyectores. Minúsculos rollos de celuloide giraban coordinados con diversos encordados (de nylon o metal, en variadas afinaciones y tonalidades), extravagantes e ínfimos instrumentos de viento, sincronizados con hojas pentagramadas. Sepa disculpar si la descripción de estos objetos (que a la vez eran piezas de esa maquinaria insólita) coincide muy literalmente con la de aparatos ya conocidos. En parte, se debe a mi ignorancia completa sobre electrónica, mecánica y luthería. También al asombro que tal fenómeno ocasiona, pero principalmente, al tamaño diminuto de cada elemento, lo suficiente para caber en un cuerpo humano.
El ruido ya era atronador y los vecinos, aterrados e intrigados, pudieron ingresar a la casa. Esa tarde lo llevaron al Hospital Rossi.”
Sin acotar nada a su asombrosa historia, me limité a aclarar algunos pormenores legales del posible alquiler. Me retiré con un saludo escueto, pero el joven ni se inmutó ante mi forzada y absurda indiferencia. Caminé hasta calle 7 y sin dudarlo, me subí a un micro, para combinar con otro. Finalmente llegué al hospital. Pregunté por Noriega y al principio dejaron pasar. Fingí ser un familiar hasta que accedieron. Unidad coronaria, me indicaron. Solo cinco minutos, me advirtieron. No comprendía el porqué, pero necesitaba conocer a Noriega. Entre camillas y enfermos sollozantes, lo hallé en una esquina de la sala. Dormía, igual que desde hace casi un año, como comentaron en la guardia. Al verlo supuse, debido al parecido físico, que el joven que me había atendido en su casa debía ser su hijo o su nieto. Su cuerpo recostado y el natural desmejoramiento de la internación, no ayudaban a adivinar su edad exacta. Noriega era flaco y sus ojos, si bien cerrados, eran presumiblemente pequeños y achinados. Su torso estaba desnudo y, a pesar de la historia del cuchillo, entero. No había heridas, ni marcas ni cicatrices.
Una voz firme me interrumpió: “Disculpe, pero tenemos que bañarlo y cambiarlo”. Era el enfermero. Me preguntó de dónde conocía a Noriega. “Soy familiar” reincidí en mi mentira. “Que raro: tenía entendido que no tenía familia, ni hijos, ni nada”. Me retiré con cierta ligereza, pero al legar a la calle seguí pensando en ese hombre. Había algo familiar en él: sus ojos oscuros, su gesto robusto, clausurado, su espeso bigote negro.
Subí raudamente a un taxi, inmerso en la duda. Sólo me sustrajo de ella esa canción que sonaba en el estéreo: una especie de vals, una guitarra recorriendo la escala, una melódica como melancólico telón de fondo, una pandereta en redonda. Todo me parecía haberlo visto o escuchado anteriormente. Detrás de la ventanilla, la ciudad se proyectaba como una cinta de semblantes conocidos pero sin nombre. Podía escuchar sus voces, aunque no me dijeran nada. Podía escuchar al taxista, que giraba su cuello para hablarme y cada vez que lo hacía, tenía una voz distinta. Una hermosa joven quiso detener el auto. Su pelo negro, levemente escalonado hacia el costado, sus ojos pequeños y vivaces, su boca grande y generosa. Pude pronunciar su nombre pero no lo hice. No había tiempo para enamorarme.
Bajé y al llegar a 6 y 63, no había nada. No estaban ni el frente adornado de piedras, ni la puerta color verde, ni la opaca ventana rota. Ni siquiera estaba la despensa de Larrea. Apenas un cartel que anunciaba un edificio a futuro. El resto era un inmenso baldío. Un enorme pozo de tierra, yuyos y ratas. Desconcertado, crucé de vereda en dirección al kiosco. No recordaba haberlo visto unas horas antes, ni a su heladera ni a su anciana dueña, de cabello gris y ojos verdes. Le pedí el teléfono semipúblico. No tenía monedas y talvez por ello accedió de mala manera. Llamé al hospital y pregunté por Noriega. Me comunicaron con Unidad Coronaria. La voz del enfermero no era la misma. Noriega había muerto. Al colgar, me sentí raro. Extrañamente vacío. Un silencio descomunal me dominó. Desde entonces, ya no pude recordar nada más.

No hay comentarios: