sábado, 26 de enero de 2008

El Mister




Por aquellos años bellos, por aquellos meses soeces.”



“No sé no arder”, dijo hundiéndome sus ojos tan temibles como fraternales. Pocas veces una mirada cobijó tanta verdad. La respuesta llegó tras un breve pero intenso silencio y nació a partir de una pregunta que, citando a Neil Youg, hizo y nos hizo: “¿Es mejor arder que desvanecerse?”. Yo no supe responder. Él sí. Y entre tantas preguntas que le había hecho yo en esos días, pocas veces -o quizá nunca- respondió con tanta sinceridad. No es casual que se tratara de un interrogante hecho por él mismo. Entonces comprendí: él podía mentir (más nunca engañar, eso no), podía ocultar la verdad, esquivarla con delicadeza, desarticularla con ironía. Pero si era ante sí mismo, ante su propia pulsión, su propio latido que debía responder, el Mister no podía otra cosa más que ser verdadero.
Siempre he sido un joven (antes niño, claro) curioso. Incluso tengo ahí guardado, entre mis papeles viejos y mi inútil relicario privado, un título universitario que lo acredita. Mi curiosidad nunca tuvo como meta llegar primero (a eso llaman primicia ¿no?). O mejor dicho, nunca tuve la intención de llegar primero para contarlo. Por el contrario, siempre me ha interesado más escuchar a aquellos que han llegado antes que yo: quienes anduvieron y desanduvieron el camino. Si soy un mal escritor, la primera razón-exceptuando la visible falta de talento- es que no he leído mucho. Si aún así soy escritor, la razón fundamental reside en que he escuchado mucho y he visto bastante.
Desde temprana edad, mis salidas nocturnas incluyeron el itinerario lógico de la edad, pero también disfruté de visitar otros sitios, atender a otras personas, contemplar otras visiones. Como el bar del Gaucho , ese subsuelo de poca monta que tanto adorábamos y que en una moderna estrategia de marketing pasó a llamarse “El Bunker”, pero cuyo esqueleto seguía siendo el de un taberna escuálida. Allí la cerveza era más barata, se podía jugar al truco (aunque hacerlo contra los parroquianos del lugar implicaba una derrota segura) y asistían personajes magníficos y solitarios.
La primera vez que oí hablar sobre el Mister, creí que era una mujer. Su nombre fue pronunciado por el Viejo, un socio vitalicio del bar que llevaba su propia jarrita para beber y al que le decían así desde retoño. Ese hombre amable, pero distante, de rulos blancos, cara grande y una sonrisa triste que achinaba sus ojos empañados de melancolía, soltó la frase: “Se están entregando a la vida de la Mister”. Con los chicos habíamos estado hablando de diversos temas, pero todos eran sobrevolados por la desidia y la frustración. Las chicas, el trabajo, la familia, las drogas y la nada. En cada opinión nuestra se apreciaba un dejo de vacío y de dolor. Apoyado en la barra, con su jarrita semivacía de cerveza, el Viejo nos habló por primera vez. ¿La Mister?Me sonaba… “¿La Mister?” pregunté. “Te dije: hay chicos que nunca escucharon a la Mister” dijo con una sonrisa corta y sarcástica al Gaucho. Éste, que secaba las copas, ni lo miró. El Viejo acabó la cerveza y se retiró tarareando una melodía acelerada.
Mis amigos no prestaron demasiada atención, y continuaron hablando. Antes de que marcháramos para algún boliche más “contemporáneo”, me acerqué al Gaucho. “Te pago la última cerveza…Che, te hago un pregunta- bajé la voz tímidamente- ¿qué es “La Mister”? “Ah…la Mister”respondió enseguida, como si hubiera sabido que iba preguntarle sobre ello. “¿Vos querés saber lo que era la Mister?” me inquiría mientras yo asentía ansioso. “No sé en qué te puede interesar eso…vos sos pendejo…” intentaba precaverme y solo lograba ponerme más nervioso. “Bueno…está bien… ¿viste la Disquería esa de usados que está en la galería Zangara?”. “Sí, claro- respondí, como gran consumidor de música que soy- …Una vez entré…pero como no salía nadie a atenderme , me fui”. “Ta…no importa…Vos revolvé discos y buscá uno de Mister & The Saratoga Band”. Mister & The Saratoga Band. El nombre me producía no menos que risa, era algo absurdo. Pero lo decía con tanto misterio y solemnidad, que contuve la carcajada. “¿Me escuchás? Agarrá ese disco: no lo pagues, ni nada. Total nadie lo quiere. Busca en la lámina interior a un tipo alto, con gafas oscuras. Tirá el disco: ni lo escuches. No vale la pena, es basura…Pero recordá ese rostro. Si algún día, en algún bar de cuarta como este, o en alguna calle oscura, lo cruzas, estarás frente al Mister. Si así sucede, no le preguntes nada… ¡O sí! Preguntale ¿cuándo mierda me va a pagar todo el whisky que me debe?”. Iba a seguir indagando, pero mis amigos me gritaron apurados y enojados desde el auto en marcha. Quise saludar pero el Gaucho ya estaba metido en la cocina.
Aquella noche salí, me divertí y me arruiné, como solíamos hacerlo. No sé si fue el alcohol o la caprichosa desmemoria, pero mi intriga sobre el Mister desapareció durante unos meses. Hasta que una tarde, volviendo no recuerdo bien de dónde, pasé por la galería Zangara. Entré, recorriendo las vidrieras, mirando sin mirar. Pero al cruzarme con la escalera, recordé la disquería. Bajé entonces al local. La puerta estaba abierta, una melodía desconocida sonaba a todo volumen y unos cuantos discos reposaban desordenados en el suelo. Esperé unos minutos y como nadie salió atenderme, hice caso a la sugerencia del Gaucho y empecé a revolver discos. Al principio lo hacía con reparo, luego con desesperación. Finalmente lo hallé: “Mister & The Saratoga Band”. Envuelto en un plástico transparente, llevaba un precio que debería ser antiguo pues su cifra era irrisoria. Me fui con él y sin pagar.
Puse el disco mientras ordenaba mi habitación, casi como cortina de fondo. Pero desde el primer acorde, esa cortina se transformó en una red que me capturó. Sentí pavor, atracción, rechazo, excitación, miedo, mucho miedo, fuerza, mucha fuerza. Y tras 43 minutos 16 segundos de canciones crudas, lo único que sentí fue un inmenso vacío. Una atroz y cautivante sensación de vacío. Ese universo blanco, ese punto de inicio o de final. La lámina interior del disco, allí donde yacía la foto del supuesto Mister, definía el espíritu de ese disco: “La crisis existencial, sentimental, emocional y económica arrebató a un grupo de jóvenes que rondaban los veinticinco años. Entre ellos se encontraba un frustrado vocalista. Ante la ausencia de nuevas canciones y motivaciones para escribirlas, un curioso grupo de artistas invadió su casa durante algunos meses:Mister &The Saratoga Band. Eran meses soeces, donde todo se desmoronaba, donde los huesos crujían ciegos de desasosiego, donde las noches y los días transcurrían como una opaca melodía. Eran meses donde sucedían demasiados sucesos, y la urgencia exigía registrarlo en forma de canción. Los medios eran pobres. Impresentables, directamente. Ya dijimos: gobernaba la búsqueda de la analgesia y la urgencia parecía ser uno de sus métodos. Escribir y grabar de un tirón, sin pensarlo y a veces, las dos cosas en simultáneo. Primeras tomas, nada de correcciones, todo superpuesto. Blood on the tracks, honestidad brutal.. Mister y los suyos no podían detenerse. Eso hubiera sido ahogarse. Lo importante era matar el dolor, y a la vez inmortalizarlo. Aunque a nadie le importara. Pero quedan este ejército de canciones desprolijas, profundas, superficiales, sentidas, improvisadas, calculadas, honestas y brutales, maquetas torpes, parodias inteligentes. El juego del fuego. Como dijo el Mister en “All I give is pop”: “Mis canciones son esto que son: tres minutos de papel y corazón”.
A pesar de la exhaustiva explicación sólo me agregaba más confusión. Sin embargo me sentía cautivado, y necesité poner nuevamente el disco una y otra vez. Creo que aquella noche de abril lo habré escuchado quince veces seguidas. Nos las conté: estaba preso de un trance. Sólo evoco que el sol me sorprendió pendiendo de ese delgado hilo que existe ente el sueño y la vigilia, mientras la voz hiriente y herida del Mister confesaba: “Solo quiero que me quieran, por favor”.
Las semanas siguientes me dediqué a investigar sobre el Mister y su banda. Era difícil: no había registro de ellos en la prensa y para colmo, el Gaucho había cerrado su bar por unos meses, para visitar a su familia fuera del país. Hablé con los músicos que conocía, pero casi todos ellos apenas me superaban en años y no tenían la menor idea sobre quién les estaba hablando. En mi poder seguía ese disco y en mis retinas, grabado el rostro del Mister, atento a cruzarlo. Lo que no podía comprender de ningún modo era como una banda tan conmovedora o impactante, había pasado sin pena ni gloria, sin huellas ni ecos. ¿Cómo era posible que nadie supiera de ellos? Intenté divulgar su obra, mostrando sus canciones a cuanta persona me visitara. Pero había una condición inapelable: el disco no lo prestaría a nadie. Algunos se limitaban a aprobar más por cortesía que por convicción. Otros directamente me decían que era repugnante o pasado de moda.
Talvez estos últimos-si bien no torcieron completamente mi opinión- me persuadieron un poco. El paso de los meses y la constante negativa pueden haber ayudado atenuar a mi búsqueda. Creo que hacia junio, iba yo para la Terminal de ómnibus cuando bajo el umbral de un edificio pequeño y descascarado, vi entrar a un hombre alto, delgado y con un saco de pana o corderoy. Llevaba gafas negras, aunque ese atardecer era más oscuro que la misma muerte. No lo dudé: ese hombre era el Mister. Pospuse mi viaje en micro, y esperé al siguiente horario. En ese lapso aproveché para tocar el timbre. Tras probar en todo el edifico, di con su departamento. “¿Quién es?” preguntó seco y perceptiblemente malhumorado. Quise explicarle a través del portero, pero colgó antes de que finalice.
Repetí el intento dos o tres veces más, en el período de una semana. Finalmente decidió abrirme la puerta y dejarme subir. Ese departamento parecía una casa de remate, poblada de discos, libros, cuadros y botellas vacías de whisky. Completaban el pequeño living una guitarra desafinada, otra desencordada y un piano de fines del siglo XIX, con candelabros sin velas. Sin embargo, aún en ese desorden, todo expedía cierto aire de elegancia. Ese pequeño habitáculo de dos cuartos, una cocina, un baño y un balcón, eran tal cual su inquilino: el punto intermedio entre la miseria y la elegancia.
El Mister subió el volumen. Preparó dos cafés amargos y encendió un cigarrillo negro. Eso que sonaba era Johnny Cash. “Vos querés hablar de música” introdujo entre desafiante y catedrático, mientras tomaba una pila de discos viejos. “En una época solía gustarme hablar de música. Pero aprendí que ,por simple que parezca la afirmación, lo mejor de la música son dos cosas: tocarla o escucharla. Yo la escucho”. Iba preguntarle si la seguía tocando, pero subió aún más el volumen cuando puso “Blonde on Blonde” de Bob Dylan. Desfilaron entonces The Beatles, Elliott Smith, Wilco, Lou Reed, David Bowie, Neil Young, Tom Waits, Wilco,Leonard Cohen, Andrés Calamaro, Ariel Rot. También sonaron Louis Armstrong, Sinatra, Parker, Coltrane, cosas de Zitarrosa, de Atahualpa y una lista extensísima. Al igual que la noche en que escuché por primera vez su disco, se hizo de día al compás de la música. De a poco aprendía algo sobre “la vida de la Mister”: de un modo u otro, no se dormía de noche.
Al acabar el “concierto”, me saludo amablemente y me dijo que no iba a estar por unas semanas. “Voy a visitar a unos familiares fuera de la ciudad”. “Ah…” atiné a contestarle con inocultable desilusión. “Pero si querés volvé algún día…siempre y cuando invites con algún escocés”.
Como hace unos años yo tenía ciertos esbozos de anarquista, creí que robar un buen whisky a un supermercado multinacional, no sería un delito sino un acto de justicia. De hecho, lo sigo pensando, aunque ya no lo haría. Pude haber robado uno más caro, pero el Johnnie Walker Red al que le canta Elliott Smith pareció apropiado, como un doble homenaje.
Pasó un mes y medio, cuando regresé a su departamento. Toqué timbre durante media hora, pero nadie respondió. Al dar la media vuelta, pude ver su silueta a través de la ventana. Antes de que lo divisara completamente, la persiana cayó pesada como estruendo. Seguí tocando timbre pero fue en vano. Regresé desilusionado a casa. En el camino crucé al Viejo, pero a decir verdad, no tuve ganas de preguntarle nada.
Durante tres semanas no escuché su disco. Ni siquiera pensé en él. Un día sonó mi teléfono. Una voz grave, más ríspida que la piel de una lápida, me dijo: “Nene…estoy esperando el whisky”. No sé como supo mi teléfono ni se lo pregunté. La noche siguiente fui a su casa. En ese momento creí que lo hacía de mala gana, un poco ofendido. Pero confieso que yo sentía la misma excitación que el primer día por descifrar a ese ser. Al abrir su puerta encontré a un Mister algo diferente, más sociable y verborrágico. Le conté que había pasado tres semanas atrás, pero me dijo que había vuelto a la ciudad hacía unos días nomás. No quise contradecirlo. Aquella noche hablamos de todo. Me contó sobre Mister & The Saratoga Band, me enteré con sorpresa que el Viejo había sido integrante y su gran compañero musical. También me habló de un tal Hueso, que no tocaba ningún instrumento pero que su presencia era fundamental y era quien mayor provecho sacaba del público femenino. Lo mismo sucedía con Páez, quien oficiaba como una suerte de representante. Quise saber porqué ya no tocaba. Dijo que había jurado hace unos años no componer más para salvaguardar su salud mental. Si era así, no estaba funcionado. “Pero… ¿que hay de lo temas viejos?-retruqué-. Me has contado que son casi mil”. Hizo un breve silencio y respondió lapidario: “Imposible”. Entonces argumentó a modo de confesión: “Esas canciones me dan miedo. Son fuego en estado puro. Es necesario estar física, mental y espiritualmente preparado para poder contenerlas, domarlas, y liberarlas sin ser incendiado. Yo ya no puedo”. Me llamaba la atención cómo hablaba de sus canciones. En verdad, me llamaba la atención como hablaba de cualquier cosa: escogía cada palabra con precisión quirúrgica, la envolvía con el acento justo, la paladeaba con gusto y la soltaba como una daga. Muchas veces podía ser apenas una exhibición de lúcida retórica. Pero cuando su lengua y sus ojos se ponían de acuerdo, entonces esas palabras no eran otra cosa que la verdad. O su verdad. Al fin y al cabo, ¿a qué otra verdad puede aspirar un hombre sino a la propia?
En sus ojos, esos que sabían del aplauso y del puñal, de los besos falsos y los de verdad, del amor eterno y de la mentira fugaz, aquellos que vieron la muerte cubriéndole la cara de sangre y sal, aquellos que habían ido lejos y los habían dejado volver, en esos ojos, habitaba una verdad. Una noble, genuina y pequeña gran verdad. Sólo que era tan fuerte su mirada, tan honesta su entrega, que un ser como yo, de menor fortaleza, no era capaz de tomarla sino más bien, tendía a girar mis ojos a los costados encandilado por una presencia tan reveladora. Algo así sucedía a muchos con su música: era tan abierta, tan transparente, que al oírla uno prefería creer que era inaccesible.
Lo visité unas cuantas veces. La mayoría de las conversaciones eran acompañadas de vino tinto, café, whisky y cigarrillos, pero con una particularidad: él casi nunca soltaba su guitarra. Ninguna de mis visitas presenció un acorde o una melodía. Parecía que la tenía sólo para abrazarla. En su madera se sentía seguro, abrigado.
Eran conversaciones extensas, irregulares, confusas. Frases sueltas, cavilaciones opacas, definiciones tajantes. Yo intentaba retener en mi cabeza la mayor cantidad de información posible, pero era imposible. Transcurridas las horas de la madrugada, y algo liberado por Jonnhie o Jack(los últimos encuentros invitó él con un Daniels exquisito), osaba a platicar cual si fuera un par. Pero no lo era ni lo soy: estas líneas lo demuestran. Nunca estuve a su altura como para interpretar la absoluta dimensión sus palabras. Aún así cuando me habló de sus amores, de sus decepciones, de sus temores, y sus lágrimas, esas que nunca soltaría delante de nadie. Supe de sus años más intensos, de sus fracasos y su fugaces logros. Supe, incluso, del último concierto con la Saratoga Band: un viernes, antes no más de treinta personas, tras un año de no ensayar y con las cuentas en rojo. Fue en un lugar que yo conocía: “El Bunker”, antes del llamarse así. “¿En lo del Gaucho? Con todo respeto, pero eso es un sucucho”me atreví a decirle. “Sí. Y lo sigue siendo- exclamó con firmeza-. Pero el rock, o como se llame esto que amamos en vano pero amamos igual, es eso. El rock es dar el alma en un sucucho de mierda.” Y continuó. “Para ello hay que tener tal entereza, tal estatura moral, tal vigor, tal temple, que solo una puta puede poseer. En fin: sólo un rockero de verdad o una puta de verdad, saben lo que es dar todo en un sucucho”. Mil veces definió a la música o el rock, pero recuerdo esa porque es la que más gracia me hizo. También definió, a su modo y través de su propio relato autobiográfico, lo que era la bendita o maldita “vida de la Mister”, como él y sus secuaces habían bautizado. Tiempo después oscilé a escribir una suerte de ensayo aproximado sobre lo que un Mister es, y también sobre las diferentes etapas de la vida de un Mister. He aquí algunas-sólo algunas- apostillas:
“Un Mister desiste de exponer su virtud. No actúa por apariencias sino por su propia conciencia, por el imperativo categórico. Está regido por un moral muy fuerte, pero totalmente apartado de la moralina.”
“Un Mister ama tanto a las palabras como cuida su silencio”.
“Un Mister tiene palabra”. (Lo comprobé cuando me dio una caja de J&B para que le enviara al Gaucho)
“Un Mister debe ser discreto y confiable”.
“No teme a exhibir su peor rostro. Por eso es que no adscribe a los héroes luminosos, sino a aquellos falsamente secundarios, no casualmente postergados, oscuramente misteriosos”. (Recuerdo con gracia que dijo preferir al Corredor Enmascarado antes que a Meteoro. Ahora que lo pienso el Mister era más divertido de lo que parecía)
“Un Mister desiste de lo ampuloso, de la grandilocuencia, de la parafernalia, algo que es para él de absoluto mal gusto. Considera que la verdadera grandeza es una estatura que se obtiene con talento, años, espíritu y honor. Grande es quien alcanza aquello que el Mister persigue: la excelencia y la sabiduría”
“No confundan: el Mister no es elitista. Conoce el buen vino y también el peor,diría un rocker criollo. Prefiere lo humilde y genuino, antes que el lujo vacío. Aunque sabe lo que es arrastrarse en el barro, vomitar en el suelo, oler a bar de mala muerte, el Mister profesa la elegancia. Si bien ama la música de “gente pobre bien vestida”, es la elegancia un concepto más profundo que el del buen vestir. Es la búsqueda final de todo artista, de todo ser sensible: alcanzar la belleza y la inteligencia”.
“A pesar de su fama de hosco y cerrado, el Mister promulga la caballerosidad. Toda mujer merece respeto. Aquella que no lo merezca, no obtendrá ni lástima. A pesar de su carácter fuerte y encendido, intentará llevar a cabo el mandato de la abuela de Bob Dylan: “Sé amable, porque cada persona que conozcas, está peleando una dura batalla”. La empatía es fundamental
“No cree en las religiones: sólo cree en fuego. Se puede extraer tanto sentido del evangelio como de un partido de fútbol o una canción de Wilco.
“Su labor es guiado por la búsqueda del prestigio, no de la fama. El prestigio no es concebido como una medalla orgullosa sino como obtener el respeto de sus pares y la tranquilidad con uno mismo.”
“Así como lo elementos esenciales de la vida o como los períodos estacionarios, las etapas del ciclo de la vida Mister son cuatro. Y valga la redundancia, es un proceso cíclico. Dada su falsa fama nihilista, es la segunda fase la más conocida y a la que todos llaman “la vida de la Mister”.
Fase Idílica: En algún momento el Mister ha sido feliz, o algo parecido. Y como todo lo bueno, dura poco. La ruptura de esa (casi) plenitud desemboca en una disimulada depresión que constituye la segunda fase.
Fase Mítica o Analgésica: Es la que todos llaman “La Vida de la Mister”. Es el juego del fuego. Es eso que también está graficado en la lámina interior del disco. Es estar lleno de vacío. Pero el vacío puede funcionar como punto de inicio.
Fase Purgatoria: Está muy ligada a la anterior, pero la purga ahora se realiza en el ostracismo. Tras un período colmado de noches y excesos, un Mister se encierra y sin que nadie lo vea, se anima incluso a soltar unas lágrimas.
Fase Heroica: Es la superación del Mister. Ya ha pasado “todo”(un Mister sabe que nunca se pasa y se vive todo, pro la sencilla razón de que siempre se vuelve), ha vivido “todo”. Ya no piensa entonces en nimiedades. Ha sangrado tanto, ha ardido tanto, que ya nada va a amedrentarlo .Se ha quebrado tantas veces que ya es inquebrantable, ha perdido tantas veces que ya es invencible. El Mister roza aquí la verdad, pero no la alcanza. Está tan libre que incluso corre el hermoso riesgo de volver a la tapa inicial. Entonces regresa al ciclo infinito.”

Una noche de noviembre, su voz me perturbó tanto o más que la primera vez que la escuché, a través del disco. No era esa hoguera maciza y doliente, sino más bien una llama pendiendo de la disfonía. Sin embargo sus ojos eran suficientes como para hacer que cada palabra-como su pecho- le ardiera y me ardiera. Sus manos temblaban más que nunca, como si quisieran abrazar el aire. Entonces recordé la primera noche de insomnio con el Mister, en mi pieza. “Solo quiero que me quieran por favor” rogaba. “¿Por qué?”, examiné mientras servía en ambos vaso. “Todos buscamos lo mismo. El hombre es una animal tan débil que necesita aferrarse a alguien y para ello precisa ser aceptado, querido. Esa es la pulsión esencial del hombre: buscar ser querido. Como el arte es una exaltación de las emociones humanas, es lógico que los artistas y quienes pretendemos serlo (aunque en mi caso, no lo he logrado), no queramos otra cosa que ser queridos”. “¿Y por qué estás tan solo entonces?” pregunté instantáneamente y enseguida me arrepentí. El Mister nunca respondió. O sí.
Dijo el Mister antes de beber el último sorbo de escocés: “Puedo soportar la idea de ser postergado, el triste hecho de ser dejado de lado. Tolero inmune la indiferencia. Incluso acepto el olvido. De algún modo, ese es el destino de la mayoría de nosotros y nunca temí ser consumido por su llama impúdica e ineludible. Nuestra existencia es una instancia finita que se acota a la vida de nuestros cuerpos. Exigir algo más me parece, al menos, pretencioso. Pero las canciones…las canciones no. Aún la más banal, la menos inspirada, la más torpe y sencilla, guarda en su fuero íntimo el deseo y las ansias vitales de trascender. Para ello vienen las canciones a este mundo: para ser recordadas. Y créame que la mayoría de ellas lo merecen. ”
Finalmente el Mister bebió los resabios de escocés. El cigarro era una colilla mojada en el cenicero. Fue entonces, justo antes de caer tendido al suelo, que pronunció cuatro vocablos que me perturbaron y que sellaron el fin: “The drink is over”. Sonrió brevemente, lúcido de su ironía hasta el final, clavó sus ojos negros de fondo blanco fulgurante y detuvo su respiración. Creí entonces hallar la respuesta absoluta en su mirada. Pero de pronto cerró los ojos y se llevó consigo todo lo que tenía para decir. Creo que hizo bien: la vida le había enseñado u obligado después de tanto abrir el pecho, a encerrarse en sí mismo. El Mister dejó de respirar pero dudo que se haya apagado.
Con el tiempo, empecé a entender muchas de sus canciones, o gran parte de lo que querían decir. Pero nunca pude entender del todo al Mister ni a su soledad. “I never gonna know you now, but I´m gonna love you anyhow”, cantaba otro Mister Misery, el señor Elliott Smith. “Ahora nunca voy a conocerte, pero voy a amarte de todos modos”. Nunca conoceré del todo al Mister, pero sí voy a quererlo. Al fin de cuentas, eso es todo lo que él quería: que lo quieran.
El resto de las respuestas sobre la soledad, la vida y la muerte, están aún flotando en el fuego. Desde aquella noche salgo todas las noches, todos los días, todas las calles, todos los cuartos, buscando el fuego, incendiándome, ardiendo. Y aunque ahora yo tampoco sepa no arder, y aunque salga todo el tiempo, sí sé que estaré más cerca de esas respuestas, llevando este fuego aquí, bien adentro.