miércoles, 2 de mayo de 2007

El hombre que lograba todo

Tenía tantas ansias de nacer, y tanta convicción de lograrlo, que contradijo a los médicos que habían declarado a su madre – durante años- como infértil. No hace falta aclarar que su espermatozoide ganó la carrera de punta a punta.
Desde pequeño lograba todo lo que se proponía. Era el mejor de la clase, el que mejor jugaba al pelota y el chico con el que todas la nenas querían bailar en los asaltos. Conseguir trabajo era difícil en una ciudad así, pero el obtuvo dos y cuando cumplió los dieciocho años se compró el tan codiciado auto. Si antes las adolescentes morían por él - seguro y convincente- ahora ampliaba el espectro de posibles amantes.
Pero no sólo las mujeres eran lo que le interesaba. Por eso es que una pequeña tiendita que puso con una amigo a medias, se transformó en una cadena que alcanzó a todo el territorio nacional. A su alrededor, las cosas no iban tan bien, pero tampoco lo habían estado nunca. A veces ayudaba al resto, más por culpa que por filantropía, y hasta organizó algunos eventos a beneficio. Pero no mucho más, quizá porque nada debía distraerlo de sus objetivos. O quizá no era por ambicioso, sino por indiferente, como el resto de los hombres.
Lleno de dinero y de mujeres, decidió entonces formar una familia. Y le fue tan bien que tuvo tres: una en cada lugar. Era tan hábil que ninguna de sus tres esposas advirtieron nunca la doble vida – triple, perdón- de su marido. El exitoso padre familias se daba el gusto de tener los hogares que siempre había anhelado: en la ciudad, un piso fastuoso con una mujer joven, bella, y con hijos sobresalientes en sus estudios. En el pueblo, la casa grande y tradicional, una mujer complaciente y contenedora, dos hijos deportistas y emprendedores. En el campo, la estancia, la buena cocinera y los hijos laboriosos. Tenía todo lo que quería.
Podría haber vivido eternamente. Su salud era de hierro. Pero de chico, había dicho que deseaba vivir hasta los ochenta. Por eso pasada la medianoche del día siguiente a su octogésimo aniversario, y después de una cena familiar (la fecha verdadera la festejaba con una sola familia; las otras dos lo hacían en días distintos) decidió irse. Tenía un objetivo superior que debía lograr: conocer a Dios. Y nadie no podía parar, excepto la vida misma.
Tuvo una muerte tranquila, sin dolor. Hasta placentera ,podría decirse. Cuando llegó al cielo – o ese indescriptible depósito de almas , culpas y fe- preguntó por el señor. “Quiero conocerlo” dijo amable pero firme. “Lo siento” fue la respuesta de un recepcionista. “El señor salió hace exactamente ochenta años. Dijo que quería ver como se sentía que todo, absolutamente todo le saliera bien.” Y así el hombre se quedó esperando y esperando, afligido por su derrota, mientras abajo el mundo huérfano seguía cayéndose a pedazos.

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