sábado, 26 de mayo de 2007

Los pájaros ciegos

A Lau, Ale y Miguel
En apenas unos años, Alalurt se había transformado -sin lugar a dudas- en la ciudad más importante del país. Hubiera restado concretar el traslado de la Capital, para sentenciarlo oficialmente. Lo que durante un siglo había sido una modesta localidad, adquirió aceleradamente dimensiones majestuosas, dignas de las urbes más inmensas. El cambio se había dado de la mano de una innegable voluntad de trabajo y una inocultable ambición de prosperidad. La industria crecía a pasos agigantados, con variados rubros y diversos establecimientos. En parte por la promisoria oferta que significaba para las zonas aledañas, y también por una forzosa demanda de la misma ciudad, miles de personas convergían diariamente en sus calles superpobladas. A su vez, no sólo las empresas líderes del país abrieron sucursales o plantas en Alalurt, sino que también grupos e inversionistas extranjeros realizaron emprendimientos en estas latitudes.
Si París es la ciudad de las luces, Alalurt era la ciudad de los humos. Al menos así le agradaba decir al Gobierno, que orgullosamente, promocionaba sus activas chimeneas como un logro más de su gestión. Su incesante productividad e incremento económico era un ejemplo a seguir por el resto de la nación, además de ser un sustento en las exportaciones y en el consumo interno. En las universidades más prestigiosas del mundo se estudiaba y analizaba el caso, y hasta un teórico economista publicó un libro didáctico llamado “Alalurt: voluntad y desarrollo”.
Se podría decir que el nivel de vida de Alalurt, era bueno. Si no estaba asegurado el confort, al menos era algo posible. Pero de todos modos, no había mucho tiempo para pensar en eso. Lo importante era -como el tan promocionado espíritu de la ciudad- producir. Es su laberínticas vías transitaban miles (que luego fueron millones) de hombres y mujeres dirigiéndose acelerada e infatigablemente hacia fábricas, oficinas, estaciones, rascacielos y, sobre todo, obras en construcción. El flujo demográfico, la competencia entre firmas y el apuro por ocupar los cada vez menos frecuentes espacios libres, catapultaron la construcción edilicia a lo largo y ancho de Alalurt. Y a lo alto. Esta suerte de estirón de cemento promovió una innovación de ingeniería inédita en el país: la construcción de las llamadas aerovías. No eran más que simples pero enredadas autopistas, elevadas a cientos de metros. Resultaba curioso y pintoresco ver cómo los habitantes empezaron a utilizar como referencia no sólo las habituales coordenadas horizontales sino también implementaron las verticales: la altura de las calles ahora se medía literalmente. De hecho, las locaciones más elevadas pasaron a ser las más cotizadas debido a que poseían un acceso más despejado al cielo. Eran muy pocos aquellos que podían asomar una mañana por la ventana y advertir las condiciones del tiempo.
La vida secreta de los pájaros no escapó a la expansión tridimensional de Alalurt. Lógicamente su hábitat se modificó y por ende, sus comportamientos. E incluso, como suele suceder con todas las especies a los largo de la historia, su propio organismo sufrió alteraciones. Los árboles habían sido totalmente erradicados, y el cielo se hallaba cada vez más lejano y obturado. El humo de las chimeneas y las sombras de los edificios habían mitigado sensiblemente los estímulos luminosos naturales y, sumado al contraste del omnipresente neón, gran porcentaje de pájaros perdieron con peligrosa velocidad la visión. Su vuelo cada vez era más corto y rasante, y desarrollaron una asombrosa capacidad de colarse entre las entrañas de hormigón con intuitiva destreza. Los pájaros que aún veían eran los encargados de anunciar el día, guiar los movimientos de rutina y obtener las provisiones para subsistir. Pero muchos pájaros (videntes o no) eran impedidos en su movilidad: la irregular construcción de la ciudad provocaba que quedaran atrapados entre cimientos, vigas o columnas. Otros, simplemente se desvanecían ante el acosador smog. De a poco, los pájaros caídos comenzaron a aparecer en las veredas de Alalurt. Algunos hombres los pisaban, otros pasaban a su lado. Pero ninguno los veía.
La falta de luz no era el único problema que aquejaba a los pájaros. También, lo era el ruido. Los hombres, sumidos en sus tareas, sus autos, sus celulares y sus auriculares, no lo advertían. Como un inmenso e imponente motor, la ciudad funcionaba cubierta por una sobrenatural cortina de ruido, un bramido intenso, un estruendo sostenido. Al parecer los hombres se habían acostumbrado, pero era verdaderamente ensordecedor. A tal punto que los pájaros no podían escucharse entre ellos. El panorama era lo suficientemente preocupante como para que el canto (su mayor canal de contacto) se vea acallado. Fue así que los pájaros que aún podían apreciar débiles pero aliviadores haces de luz, decidieron modificar la rutina: cantarían durante la noche, cuando el monstruo sonoro disminuye su rugido.
Las mutaciones de la especie eran el tema principal que competía a los pájaros en sus conversaciones nocturnas. Pero también las charlas cotidianas, aquellas que forzadamente habían abandonado y que ahora, adivinando la luna entre las torres, recuperaban. De un edificio a otro, de un recoveco a otro, los pájaros debatían, discutían, se enfrentaban, se encontraban y hasta se declaraban amor. En definitiva, los pájaros vivían otra vez. Y lo hacían de noche.
En una ciudad donde se trabaja constantemente, las reglamentarias ocho horas de sueño son sagradas y, también, necesarias. Por eso no fueron pocos los hombres que vieron su reposo interrumpido por el murmullo de los pájaros. Al principio no ocasionó más que algunas quejas cuyo recibo nadie acusó. Pero más adelante, las autoridades debieron tomar soluciones. Es que los pájaros no sólo habían incrementado la ceguera sino que su capacidad auditiva era tan débil que debían forzar sus voces. Éstas dejaron de ser timbres melódicos y armónicos para transformarse en chillidos desgarrados y desgarradores. La primera medida fue realizar un exterminio a conciencia. Pero esa suerte de reencuentro masivo de las aves había generado que cada noche la especie se reprodujera y se multiplicara con las mutaciones ya explicadas. Un prestigioso periodista de Alaturt se remitió a un filme de Alfred Hitchcok. Pero tras el impacto amarillista,ocultaba una verdad esencial: a diferencia de la película, estos pájaros eran totalmente inofensivos. A pesar del terror que ocasionaban en la sociedad, no residía en ellos ningún atisbo de agresividad. Todo lo que hacían era escupir su quejido confuso y confundido. Este tipo de interpretaciones sólo acentuaban el conflicto: así como en su momento los pájaros fueron ignorados, aniquilados y postergados, de pronto eran el elemento extraño a erradicar.
Más tarde se invirtieron los husos horarios. Las jornadas laborales se iniciarían al caer la tarde y al salir el sol se dormiría. Durante algunas semanas pareció funcionar y hasta hubo quienes se sintieron felices de poder saciar su esencia noctámbula. Pero pasada la novedad, la medida ya no fue tomada a gusto.
Lo que los hombres no apreciaron es que ya casi no existían pájaros videntes. Eso significaba que no existía entre estas criaturas quienes distinguieran la noche y el día. Fue así que desorientados por la penumbra y la sordera, los pájaros cantaban -o gemían, o aullaban, o crujían, o cómo denominar tan estremecedor sonido- a toda hora. Y con más y más fuerza, a medida que menos y menos se escuchaban.
Entonces intervino el Gobierno nacional. Alalurt era el orgullo de su gestión y como dijo un ministro -en un intento de poética arenga-: “la voz de los pájaros no callará la voz de los hombres”. Entonces se dobló la apuesta: trabajar día y noche ininterrumpidamente. El esfuerzo sería desgastador, pero los efectos favorables. Además de no ceder a la “amenaza alada” (así la llamaron algunos matutinos), la producción aumentaría de un modo inimaginado. El sueño llegaría al fin, cuando el cuerpo lo demandara, y por ello se suministraron camas en los lugares de trabajo y se diagramó un complejo y eficaz plan de relevos.
Desde entonces Alalurt se mantiene con ese plan. Si bien la marcha productiva no se detiene, y es el responsable del 76 % del Producto Bruto Interno del país, es cierto que ya no son tantas las personas que deciden arribar a ella. Incluso, el Gobierno cambió de mando y si bien sostienen el proyecto, ha tomado cierta distancia. Potencias mundiales ofrecieron con su habitual amabilidad prestar su poderoso arsenal para eliminar el conflicto. Pero la red arquitectónica es tan intrincada que es imposible distinguir una zona libre de pájaros. Cualquier detonación acabaría no sólo con las aves sino también con los hombres y la misma estructura de la ciudad, lo cual implicaría una gran pérdida para la humanidad. Sobre todo en lo económico.
Mientras tanto, no hay días ni noches en Alalurt. La convivencia entre hombres y pájaros se da inerte y mecánicamente. Los pájaros siguen aullando y cayendo. Algunos hombres sufren el insomnio eterno (al punto de perder el movimiento reflejo de los párpados) y a su vez, aumentan los casos de ceguera. A lo largo de la historia, ya hemos dicho, las especies adaptaron sus organismos a su hábitat. Recientemente se han conocido casos de hombres con malformaciones, cuyas extremidades se asemejan a alas. Pero no se sabe de ninguno que haya podido volar. Igualmente, muchos se arrojan (con o sin alas) desde los edificios, hartos del martirio. Otros, simplemente caen. Pájaros y hombres muertos alfombran las calles de Alalurt. Los hombres insomnes, sordos y ciegos, y los pájaros insomnes, sordos y ciegos, pasan a su lado o los pisan. Pero claro está que no los ven.

sábado, 12 de mayo de 2007

Breve presentación

Queridos amigos y visitantes (para este sitio han de ser lo mismo). He aquí otra expresión de mi definitiva osadía. Bien saben ustedes(o lo sabrán) que mis dotes literarios son ínfimos, pero este puñado de pequeños cuentos ya carga con la cruz de haber sido escritos por mi, como para condenarlo al cautiverio y el olvido. Por eso se los obsequio a todos ustedes. Comprobarán que no es esto un blog de verdad, dado que no cumpliré con el mandato esencial de agregar textos diariamente. Pero se presentó como la forma más sencilla y económica de que estos cuentitos salgan a la luz (del monitor).
A modo de advertencia(o de invitación) les comento que muchos de ustedes pueden encontrarse en estas líneas. Incluso quienes no me conocen. Un fallecido escritor ciego (cuya prosa es admirable y su pensamiento político muy repudiable) dijo: “Escribo para mí, para los amigos y para atenuar el curso del tiempo”. Yo hago lo mismo…pero mal, claro.
Que lo disfruten.Y visiten- si aún les sobra tiempo- el sitio : www.myspace.com/miroysuorquestadejuguete

miércoles, 2 de mayo de 2007

Noche de ensueño para el Juan

Al Hueso

¡Si lo vieran los muchachos! El Juan erigiéndose alto desde la invisible morada de los dioses, adornada su cabeza por los laureles que se funden y confunden en su espesa cabellera. ¡Si lo vieran al Juan! Fumando un cigarrillo, ese cigarrillo, el del reláx, ese bálsamo posterior a la victoria, cuando el alma inicia el trámite de regreso al cuerpo. Detrás del humo se advierte una sonrisa corta y tímida como una mueca. Es la gloria, es esa brisa íntima que acaricia cada músculo y cada hueso. Es ese triunfo inexpugnable que no levanta banderas pero levanta la frente.
¡Si lo vieran al Juan en Olavarría! Sí, el Juan, el flaquito. Ese de voz pendiéndose en la cuerda de la disfonía , ese que de tanto quejarse ya labró un puchero en su boca, ese que al hablar se encorva con manos y espalda como un arquero desembuchando la fulbia. Sí, el Juan, recogiendo la gloria entre sus brazos, saboreando el néctar más preciado. ¿O acaso no era eso aquella rubia de la Facultad para Juan, y para el Peludo, y para otros tantos? ¡El Peludo! ¡Si el Peludo lo viera al Juan! Adueñándose de esos ojos, esas gotas de agua clara que como dos pinceladas celestes interrumpen ese lienzo cándido y perfecto que es el rostro de la rubia. Si lo viera el Peludo al Juan, si viera el vaivén de las manos transitando una y otra vez el cuerpo dócil y amable de la niña, el cuello virgen, el pecho impenetrable, el sexo infinito.
¡Si lo vieran al Juan! ¡Si lo hubieran visto ya en boliche! Porque, ojo, el partido vino bien de arranque. No fue dando lástima, o rebajándose. No, créanme que fue dando toque. Porque se sabe que no es lo mismo cuando uno desplegó sus armas, su recursos, sus credenciales y sus puñales, que cuando es de chiripa. Cuando de golpe vas caminando por la pista y te encontrás una mina que está peor que vos , y mirá lo que te digo, porque vos ya te empinaste dos tintos y tres vasos de fernet, pero la mina esta peor que vos, y agarra viaje sin que le preguntes: pone monedas en la máquina del boleto y ni pregunta a donde lo lleva. Como le pasó al Zurdo, que una vez se agarró una mina que estaba arruinada. Lo único que zafaban ,supuestamente, eran los ojos (“Eran violetas, como Elizabeth Taylor, te lo juro” diría después el Zurdito), pero de la curda que tenía , ni los podía abrir. La cosa es que el Zurdo se la cargó en la espalda—lo que es un decir, porque dado la generosa humanidad de la chica hubiera sido imposible-, nos pidió un billete a cada uno y se la llevó para un telo. Que pun, que pan, cuando estaban por empezar la joda, cuando terminaron las mollejas y trajeron la carne...la gorda cayó horizontal sobre el zurdo. Palmó. Y andá a depertarla. ¡Siete veces lo llamaron a la habitación para decirle que baje! Y tuvo que bajar solo, porque a la gorda no la despertaba ni la hinchada de Racing.
Pero volviendo al Juan, acá fue nada que ver. Entró con pelota dominada. Apenas encaró y en un tropiezo dejó caer un poco de cerveza. “ ¿Pelota dominada?” me dirá usted. Sí, le digo, porque la mina, que podría haber mordido los labios y girar la cabeza (porque las minas son forras, si te mandás una son lo más cruel, si quieren). Pero no, la mina sonrió. Y le hablo de una mina que cuando sonríe se te estruja hasta al última célula del cuerpo y cada patada en los huevos que te dieron en la vida recobra sentido: el sentido de ser hombre. “Nivel televisivo”diría el Grandote. La mina sonrió y eso es un empujón anímico incomparable, ¡determinannntee! diría el gran motivador Bambino. El Juan hizo un comentario boludo, como esos que se hacen cuando recién empezás a hablar con alguien. Porque no es nada más con las minas: es con cualquiera. ¿O usted conoce a un tipo y en vez de decir “me parece que va a llover” , agarra y le dice “la duda es la jactancia de los intelectuales”? No. Sacás tema y chau. El Juan le dijo una tontería y la mina respondió. Eso es clave. Porque la primer pregunta, el primer comentario es un vacío, un abismo inexplorado. Uno da el primer paso, se dirige a la mina, y no tiene la más puta idea de qué va a decir. Pero ya está en el aire y la pileta está abajo. Te podés cagar de frío, o al revés: nadar toda la tarde. Acá es lo mismo, como en los finales de la Facultad: si la primera contestás bien,listo. Entonces empezó a chamuyar que soy de Olavarria, sí, ¿conoces un chico de allá?, mirá vo, que ya termino la facu, que ella también ,que yo cursé algunas con vos, que sí, que lo ubica, que... ¡que lo ubica! Estruendo. Gol. Uno a cero. Que lo ubica, que se sentaba atrás en Sociología o en Relaciones Internacionales, vaya a saber, pero lo ubica. ¡Si lo vieran el Viejo, Nico! La mina que les contaba, esa que pasaba y ni la hora, lo ubica. Entonces , agrandado pero sin ostentación, más inspirado que entonado, improvisó la charla.
Le habló de todo, o mejor dicho, de cualquier cosa. De la carrera, obvio, pero también de bondis, de televisión, de que prefiere más AM que FM, de un puesto de panchos y de que por qué mierda los cuadernos anillados siempre se hacen pelota. Si, ya sé, usted me dirá que no es la forma más ortodoxa de parlarse una mina. Pero tampoco es asunto de caer en los lugares comunes. Claro, con Neruda, con Benedetti, con Becquer cualquiera. Con Becker, con Vilas y con Mc Enroe si querés. La cosa es hablar de cualquier pavada y que sin embargo no se pierda el objetivo final. Porque vos le podés estar hablando de que hay que pintar los zócalos de la pieza, pero siempre se cuela una miradita, una sonrisa, un aire, un silencio...
Y lo peor es que la mina lo estaba pasando bien. No era una euforia incontenible, pero se divertía, en serio. No estaba de reviente, o despechada porque lo dejó su novio de cuatro años y entonces hoy se iba a agarrar cualquier cosa. Bah, no sé. Pero si es así, no lo dijo. Y el Juan tampoco se iba a echar para atrás diciendo: “usted se confunde, yo no quiero ser segundo de nadie”. ¡Que no! Segundo, milésima, lo que quieras. Pero no, para mí la mina se divertía de lo lindo. ¡Si lo vieran al Juan! Parecía esos showman de la televisión yankee: un chiste, un remate con risas, un gag, un remate con risas. Sabía que era su momento, que era el partido de su vida, que nunca más, era el Tucumano Benetti contra San Martín, era el gol de Rojas contra Boca.
¡Si lo vieran los de la Facu! Todos esos revolucionarios de mate (ni siquiera café), cuyo papel más importante en la vida política es el papel afiche. ¡Si lo vieran! Con la rubia, cara a cara (y entre una y otra, imagine qué contraste). Si lo vieran. Contando algo de unas vacaciones pasadas y de golpe...húmedad, frío, calor, y más calor. El beso. Sello sagrado. Así, de una. Sin forzar la cerradura. Ella dejó la puerta abierta y el pasó. Y después, besos , y vasos, risas y abrazos. ¡Si lo vieran al Juan! ¡Se hacía el canchero, el superado...pero le temblaba hasta el orto! La besaba y se repetía para adentro “es natural, es natural, es natural”. ¡Chota que era natural ese accidente del destino! O mejor dicho, sí, era la naturaleza en su máxima expresión desplegando todo su menú de manjares a un tipo común, ignoto, ínfimo. Un poligrillo, diría el Peludo. Já ¡si lo viera el Peludo! Seguro que el feo ese debería estar más solo que Chilavert el día del amigo y el Juan, con la rubia.
Entonces cuando parecía que la noche se consumía, que el inevitable epílogo se escribía sobre las ajadas paredes del boliche, cuando el resultado parcial era ampliamente satisfactorio, vino el milagro. Porque Juan no dijo nada. No, qué iba a decir. Una mina así no es cualquier cosa. Mirá si te pasas de vivo y quedás en un orsay más grande que una casa. No, quedate piola, jugá de callado y conformate con lo que tenés , que a vos te alcanza y te sobra para comer un año, o dos. Pero vino el milagro, y ella dijo la vieja frase: “Vamos a un lugar más tranquilo, a tomar un poco de aire” ¡Ja, un poco de aire! ¿Cómo no va a ser tranquilo un lugar si lo único que sirven para tomar es aire! Lo que quería la mina era...bueno, usted me entiende. Juan se quedó atónito, inmóvil por un momento. Pero no mucho. Esas oportunidades no se pueden desperdiciar. Hay que estar atento. La dejás pasar un segundo y andá a cantarle a Gardel. Pero si la enganchás justito, sabés qué, tenés para toda la cosecha.
¡Si lo vieran al Juan todas las minas de su adolescencia! ¡Todas esas turras que no le daban ni bola, que le decían “salí”, y que a lo sumo, le preguntaban por el Gaby! Si lo vieran al Juan, todas esas mosquitas muertas de boliche, el Juan se fue con la rubia al departamento. La cagada es que el tipo ni lo había ordenado, porque qué miércole se iba a imaginar que la noche iba a terminar así. Honestamente, el departamento había quedado hecho una pocilga. Pero la urgencia y la oscuridad lo disimularon todo. Porque apenas abrió la puerta, la mina lo arrinconó contra una pared y empezó el cachengue. ¡Usted se preguntará que carajo le pasaba la mina para estar de esa manera y con este tipo! ¡Que se yo! Mirá que será inoportuno usted, preguntarse eso, justo ahora que se ponía bueno el asunto.
¡Si lo vieran al Juan! Estaba hecho un toro, un semental. Porque claro, como la enganchó de entrada, no le pasó como otras veces que rebota con una mina, y encaja un vaso, rebota con otra, se encaja otro vaso, y a sí al final de la noche tiene un pedo para mil. No, acá tenía el cuerpo aceitado con la medida exacta de alcohol, esa que desinhibe pero no tumba, esa que retarda la llegada pero que no abandona. Y el vals incesante. Y el grito indecente. Y el fuego incontenible. Y gol. Golazo. Gol de campeonato. Corrida, alambrado. Vuelta olímpica, copa, medalla.
¡Si lo vieran al Juan! El cigarrillo. Detrás del humo, ella tendida y extendida en la cama. Entre los escombros del exceso y las penumbras, dormida, expide un aire inasible de contundente belleza. Él ,acostado a su lado, pretende ignorarla por un instante, pero nuevamente sus ojos la recorren, la cubren y la descubren, la acarician y la esculpen con paciencia infinita y orfebre. El cigarrillo. El tibio vacío del crimen cometido. Ella duerme y él repasa silenciosamente casa instante, cada imagen, reteniéndolas para que no se escapen, para que no se olviden. ¡Si lo vieran al Juan!!Si lo vieran los muchachos, si lo vieran en Olavarría, si lo vieran el Peludo, el Viejo, Nico! ¡Si lo vieran todas las minas que le dijeron que no! ¡Si lo vieran los de la Facultad!
¡Si lo vieran al Juan con la rubia! ¿¡Qué mierda lo van a ver al Juan con la Rubia!?Si el boludo se quedó dormido otra vez en el sillón con el televisor prendido, soñando con imposibles, anhelando bailar con la más linda, imaginando que al menos una vez no se va a dormir solo.

El motor

Desde que yo recuerdo, mi vida siempre ha sido -si no cautivante- al menos atractiva. Por razones que me exceden, han sucedido en el transcurso de mis días cosas extraordinarias o infrecuentes. Personajes que inspirarían miles de líneas, situaciones curiosamente repetidas, impensadas y, a la vez, coherentes conexiones de eventos. Una de ellas fue cruzarme con Noriega, o con su historia, mejor dicho. Precisamente llegué a él porque en los últimos meses notaba cierta calma, cierto aire de rutina en mi vida. Todas esas anécdotas y misterios que llovían a borbotones habitualmente, apenas estaban goteando. A punto de vencerse mi contrato de alquiler, decidí que cambiar de barrio era un buen modo de arrancar nuevamente y reencontrarme con todos esos encantos que gradualmente el mundo dejaba de obsequiarme.
Esa zona me gustaba. Lejos del centro, pero no tanto. El tradicional espíritu de barrio renovado por el aire fresco de los estudiantes universitarios. Por eso cuando un conocido me dijo que a través de otro conocido había escuchado hablar sobre una casa en 6 y 63, resolví atravesar a pie las tibias baldosas del sábado a la tarde. Tras una lenta y distendida caminata, llegué a la dirección indicada. En su exterior, la casa no parecía deslumbrante, pero tampoco era eso lo que yo buscaba ni lo que yo podía pagar. Un extenso frente adornado de piedras, una pesada puerta color verde y una opaca ventana rota , por un toscazo talvez. “Noriega no vive más ahí”.Una voz firme me interrumpió. Sentado en una silla de plástico, asomando desde la despensa que lindaba con la casa, abriendo la cortina de colores con su brazo derecho, un hombre de ojos oscuros, gesto robusto, clausurado, y espeso bigote negro se presentó: “Larrea es mi nombre”. Entonces me explicó que hacía casi un año que Noriega, el dueño de la casa, no vivía allí pues estaba internado en un hospital. Justo antes de marchar y mientras Larrea me ofrecía- en verdad, quería venderme- unas “exquisitas facturas”, alguien me llamó desde el interior de la casa.
La puerta verde se abrió. Un joven delgado, con los ojos estrechamente achinados, y unos veinticinco años aproximadamente, me invitó a pasar. No se presentó. Pero me dijo que me estaba esperando, que ya le había mostrado la casa a otras personas y que tenía intenciones de alquilarla pronto. La casa necesitaba evidentes refacciones, pero para mi estaba bien. Sobre todo por el precio. Sin embargo lo que más me inquietaba era esa colección de papeles viejos, lápices, latas e instrumentos desordenados y desperdigados que dotaban su atmósfera de sugestivo encanto. El joven lo advirtió y sin que yo le preguntara, me contó-más o menos así- la historia de Noriega:
“No recordaba el día exacto en el que lo descubrió. En parte porque el hallazgo- que pasó de tímida inquietud a incontenible asombro, y de pesada certeza a bendición maldita - se dio paulatinamente. No recordaba el día exacto pero tampoco ningún momento en el que aquello hubiera esta ausente. Siempre lo percibió. En principio no era más que una curiosa sensación que su cuerpo acunaba, de modo sutil y velado. Luego advirtió un débil castañeo, tan fútil que se perdía entre el murmullo de las maderas que vestían su habitación.
Llegada la pubertad, aquella vibración interna se intensificó. Pensó que serían las hormonas, instancia lógica de su crecimiento. A su vez, el castañeo se tornó en un tenue pero infatigable repique, entre seco y metálico. Tan similar al tic tac del reloj que creyó- o quiso creer- que de ello se trataba.
La adolescencia le abrió la puerta a la calle y halló en su seno el mejor refugio. El ruido, los pasos, los autos, los timbres, las voces: todos, de algún modo, atenuaban esa indescifrable sensación. Las piernas, los humos, los sueños, las noches: queriendo o no, lo distraían. Pero la soledad, esa inevitable, traía de regreso lo que nunca se había ido. Y entonces debió planear la fuga.
Cada noche- al menos las peores, en las que se quedaba en casa- llevaba a cabo el mismo ejercicio: repetía verso por verso, canción por canción, disco por disco, de sus artistas favoritos. De ese modo, y luego un largo rato, lograba dormir y liberarse por un par de horas del omnipresente ajetreo. Sin embargo, aquel plan simple dejó de serlo. Eran tantos los versos y tantas las canciones y tantos los artistas que muchas veces el sol lo sorprendía tarareando en voz baja. Y probó suerte con el cine. No poseía demasiada información sobre aquel género y en parte, era divertido recrear diálogos o escenas, ya que siempre pueden ser útiles para alguna conquista amorosa o como broche elegante de alguna charla encendida. Pero no hubo caso.
A medida que urgía con mayor fuerza el indescriptible, él recurría a diversas formas de distracción. La narración fue una. No sólo de noche sino también de día, relataba situaciones reales o imaginarias, en prosa o en verso. Intentaba que fueran por escrito, pero no siempre tenía un papel a mano o la situación era la más propicia: lo hacía durante el reposo, pero también en el trabajo. Es que la marea- ¿cómo definirla a esta altura?- era constante, ininterrumpida. Cada vez se hacía más dificultoso disimular los extraños ruidos que su cuerpo expedía- mecánicos, sincrónicos, cacofónicos-, pero más complejo era ocultar las alteraciones que su ánimo y su mente sufrían.
El ruido crecía y el ardor también. El remanso inicial- ese que consistía en soltar la voz o la pluma; la mera imaginación al vacío- transmutaba ahora en todo lo contrario: un incesante y prolífico caudal de palabras, verbos, imágenes, olores, dolores, melodías que crispaban aún más su humanidad. Arduo era impedir ambos impulsos vitales: la convulsión incontenible, la marcha inquebrantable, el paso férreo, por un lado; la retórica constante, la pregunta en dominó, la obra inconclusa, la escala difusa, por el otro. No podía y tampoco estaba seguro de quererlo. Es que resultaban tan vitales que temía a deshacerse de ellos.
En un rapto de inapelable lucidez (así suelen ofrecerse las grandes revelaciones: abrupta y despojadamente), entendió que ambas perturbaciones trabajaban de manera conjunta. Ambas se alimentaban recíprocamente. Sacó fuerza de donde pudo y vio que si detenía el caudal de ideas, de papeles inasibles, de fotogramas intangibles, el ardor disminuía. Pero ese rapto duró poco, porque la avalancha de notas, voces, frases, preguntas, respuestas y más preguntas, arrebató con cualquier pensamiento que pueda denominarse razonable.
Entonces se entregó. Al incesante galopar, a las ideas vagas. Esas situaciones que relataba dejaron de ser imaginarias o reales: ya eran lo mismo. Sólo había que dejar testimonio, empresa que por cierto no era fácil. Las horas del día no alcanzaban para plasmar (entiéndase, escribir, cantar, grabar, filmar, dibujar) tanta urgencia, y de a poco perdió la costumbre y necesidad de dormir. Más que nunca, dormir significaba una pérdida de tiempo.
Algunas canciones podrían calificarse como buenas. Él amaba esa que comenzaba con una guitarra en ritmo de vals, otra recorriendo la escala de una armonía en mi mayor, una melódica como melancólico telón de fondo, una pandereta en redonda. Francamente era interesante, sobre todo en comparación con el infinito repertorio de partituras y registros analógicos. Los poemas tampoco estaban mal. Algunos demasiado barrocos, con rimas forzadas, cercados por métricas innecesarias. Otros más sencillos, al borde de la banalidad. Muchos de ellos tenían como protagonista a un nombre en particular: Violeta. “Pelo negro, levemente escalonado hacia el costado, sus ojos pequeños y vivaces, su boca grande y generosa…”.Así comenzaba “Inventario sobre Violeta”, el primero de los mil catorce poemas dedicados a la misma mujer que protagonizaba ciento doce canciones, diecinueve cuentos, tres novelas y un guión cinematográfico. A parecer, éste estuvo a punto de ser rodado, pero nunca lo conformó ninguna actriz que pudiera encarnar a la tal Violeta.
Volviendo a sus cuentos y novelas, eran intolerablemente pobres. Los cuentos tenían demasiada similitud con autores que podían ir desde el popular y entrañable Roberto Fontanarrosa hasta el erudito, admirable y odioso Jorge Luis Borges, sólo por citar algunos. La interpretación que hacía de ciertos giros o recursos literarios, podía resultar llanamente ofensiva para sus creadores originales. Talvez su único rasgo de autenticidad lo obtenía en el dibujo, no tanto por un talento desmedido, sino más bien por ciertas limitaciones técnicas en el pulso de su mano izquierda.
Todos estos juicios-impertinentes para alguien que en definitiva sólo vino a ofrecerle una casa- poco le importaban. La catarsis sistemática conlleva una dosis considerable de dolor, pero también de analgesia y satisfacción. El peor de los momentos, la peor de las heridas, el peor de los rostros, podía ser utilizado y canalizado en sus intentos artísticos. Nada era mezquino ni trivial, ni bello ni feo, sino sólo dentro de sus relatos. Fuera de ellos, todo podía ser sencillamente inspirador. Incluso el antipático gato gris de ojos verdes que merodea el terreno de enfrente, mereció un ensayo de milonga con tono picaresco. Y eso que él odiaba a los gatos.
Sus obras (la rima con “sobras” resulta tan obvia como tentadora) avasallan desde el desconcierto y -debo decirlo- el pavor. Es más que recurrente: es reiterativa. Los mismos personajes, situaciones y sensaciones, descriptas una y otra vez. Frases que se repiten en una canción y en un cuento, fragmentos enteros trasferidos de una novela a un guión. Los mismos vocablos y los mismos rostros saltando de un soporte a otro, reinterpretando por enésima vez la misma escena con ínfimas variaciones. Puedo entender que los grandes artistas no lo son sino gracias a sus obsesiones. Pero en casos como el de este hombre, su obsesión debió limitarse a no arrugar su camisa o que no le toquen el cabello (algo que personalmente, me molesta y mucho). Claro que debo ser justo: ¿qué podría esperarse en un hombre que forzadamente debió encerrarse, más que hacer lo mismo con su imaginación? ¿Qué salida tiene un hombre ávido de historias sumido en un estricto ostracismo?
Con el correr de los años, la convulsión creció a niveles impensados. Parecía un volcán escupiendo mares de ceniza y fuego. El ruido era ensordecedor. Los vecinos, acostumbrados sus manejos extraños, se preguntaban boquiabiertos las razones, pero chocaban contra la puerta y el encierro al cual debió someterse. Ya no podía escribir, ni cantar, ni nada. Mucho menos podía difundir sus obras, tarea pendiente que vivía posponiendo debido a que nuevas ideas vivían acosándolo. Pero eso que sentía adentro, eso que giraba e impulsaba en su interior, se había vuelto lo suficientemente pesado como para dejarlo mover su cuerpo. El viejo tic tac era mucho más voluminoso (¿trak trak sería la onomatopeya?), como si se arrastrara entorpecido. Esa pesadez le era trasmitida a sus propios pasos, y alteraba sensiblemente su motricidad.
El dolor era inhumano. En un rapto de comprensible locura (así suelen darse las grandes decisiones: abrupta y enérgicamente), tomó un cuchillo y apuntó sin vacilar hacia su pecho. Sabía que eso-fuera lo que fuera- ocupaba todo el cuerpo. Sin embargo estaba seguro de que surgía y urgía desde su pecho. Entonces introdujo la punta y luego hendió verticalmente. La sangre no tardó en brotar, pero no lo preocupaba. En cambio, sí lo aterraba lo que habitaba entre sus entrañas.
Lo que vio en ese instante no pudo creerlo, y en verdad, nadie podría: un inverosímil dispositivo mecánico, poblado de tubos, cables y tuercas. Las bobinas (eso eran) parecían estar engrasadas, pero aún así se arrastraban imponente y retumbantemente. Un teclado infrecuente, con miles de letras y símbolos, plagado de signos absolutamente desconocidos, pulsando sin pausa vocablos y frases (la mitad de ellas, insensatas) que se imprimían inmediatamente, en simultáneo con las imágenes que emanaban un ejército de proyectores. Minúsculos rollos de celuloide giraban coordinados con diversos encordados (de nylon o metal, en variadas afinaciones y tonalidades), extravagantes e ínfimos instrumentos de viento, sincronizados con hojas pentagramadas. Sepa disculpar si la descripción de estos objetos (que a la vez eran piezas de esa maquinaria insólita) coincide muy literalmente con la de aparatos ya conocidos. En parte, se debe a mi ignorancia completa sobre electrónica, mecánica y luthería. También al asombro que tal fenómeno ocasiona, pero principalmente, al tamaño diminuto de cada elemento, lo suficiente para caber en un cuerpo humano.
El ruido ya era atronador y los vecinos, aterrados e intrigados, pudieron ingresar a la casa. Esa tarde lo llevaron al Hospital Rossi.”
Sin acotar nada a su asombrosa historia, me limité a aclarar algunos pormenores legales del posible alquiler. Me retiré con un saludo escueto, pero el joven ni se inmutó ante mi forzada y absurda indiferencia. Caminé hasta calle 7 y sin dudarlo, me subí a un micro, para combinar con otro. Finalmente llegué al hospital. Pregunté por Noriega y al principio dejaron pasar. Fingí ser un familiar hasta que accedieron. Unidad coronaria, me indicaron. Solo cinco minutos, me advirtieron. No comprendía el porqué, pero necesitaba conocer a Noriega. Entre camillas y enfermos sollozantes, lo hallé en una esquina de la sala. Dormía, igual que desde hace casi un año, como comentaron en la guardia. Al verlo supuse, debido al parecido físico, que el joven que me había atendido en su casa debía ser su hijo o su nieto. Su cuerpo recostado y el natural desmejoramiento de la internación, no ayudaban a adivinar su edad exacta. Noriega era flaco y sus ojos, si bien cerrados, eran presumiblemente pequeños y achinados. Su torso estaba desnudo y, a pesar de la historia del cuchillo, entero. No había heridas, ni marcas ni cicatrices.
Una voz firme me interrumpió: “Disculpe, pero tenemos que bañarlo y cambiarlo”. Era el enfermero. Me preguntó de dónde conocía a Noriega. “Soy familiar” reincidí en mi mentira. “Que raro: tenía entendido que no tenía familia, ni hijos, ni nada”. Me retiré con cierta ligereza, pero al legar a la calle seguí pensando en ese hombre. Había algo familiar en él: sus ojos oscuros, su gesto robusto, clausurado, su espeso bigote negro.
Subí raudamente a un taxi, inmerso en la duda. Sólo me sustrajo de ella esa canción que sonaba en el estéreo: una especie de vals, una guitarra recorriendo la escala, una melódica como melancólico telón de fondo, una pandereta en redonda. Todo me parecía haberlo visto o escuchado anteriormente. Detrás de la ventanilla, la ciudad se proyectaba como una cinta de semblantes conocidos pero sin nombre. Podía escuchar sus voces, aunque no me dijeran nada. Podía escuchar al taxista, que giraba su cuello para hablarme y cada vez que lo hacía, tenía una voz distinta. Una hermosa joven quiso detener el auto. Su pelo negro, levemente escalonado hacia el costado, sus ojos pequeños y vivaces, su boca grande y generosa. Pude pronunciar su nombre pero no lo hice. No había tiempo para enamorarme.
Bajé y al llegar a 6 y 63, no había nada. No estaban ni el frente adornado de piedras, ni la puerta color verde, ni la opaca ventana rota. Ni siquiera estaba la despensa de Larrea. Apenas un cartel que anunciaba un edificio a futuro. El resto era un inmenso baldío. Un enorme pozo de tierra, yuyos y ratas. Desconcertado, crucé de vereda en dirección al kiosco. No recordaba haberlo visto unas horas antes, ni a su heladera ni a su anciana dueña, de cabello gris y ojos verdes. Le pedí el teléfono semipúblico. No tenía monedas y talvez por ello accedió de mala manera. Llamé al hospital y pregunté por Noriega. Me comunicaron con Unidad Coronaria. La voz del enfermero no era la misma. Noriega había muerto. Al colgar, me sentí raro. Extrañamente vacío. Un silencio descomunal me dominó. Desde entonces, ya no pude recordar nada más.

El edén de los estudiantes

Emociones fuertes. Sensaciones irrepetibles. Un mundo de sorpresas. Al límite de todo. Al borde de lo desconocido . Bari, Bari ,Bariloche.
Hubieran visto al promotor el primer día. Estaba nublado pero él llevaba sus inamovibles gafas oscuras. Recuerdo que fue un viernes. Salíamos de tres horas de matemáticas, ávidos de aire y fin de semana largo. Lo vimos paradito ahí, bronceado con el sol de mayo, firme como un soldado del turismo estudiantil. Nuestra reacción fue prudente. La de las chicas no tanto. Como atraídas por un imán de neuronas flojas y hormonas adolescentes, se lanzaron abruptamente sobre su coqueta humanidad. Desde aquel día, el promotor – Alex, era su nombre- fue figurita repetida en la puerta del cole.
Junio no, dijimos nosotros. No sólo no iba a haber nadie- ni siquiera la nieve- sino que justo se jugaba el mundial . ¿Ustedes lo pueden creer eso? Cuatro años esperando un Mundial y justo se superpone con el viaje de egresados. Pero las mujeres- como todo en la vida- tenían la decisión final. O mejor dicho, inicial. Porque una vez que conocieron a Alex, no hubo forma de hacerlas pensar en otras ofertas, más baratas y más convenientes en todo. No: ellas querían ir con la empresa de Alex. Honestamente a mí, y a mi grupo de amigos, nos importaba muy poco. Yo decidí ir solo por no arrepentirme años más tarde. Pero no estaba muy ilusionado que digamos.
Hubieran visto al Colorado. Creo que durante tres meses no habló de otra cosa. Repetía cada slogan, cada frase del promotor – que una vez contratado- sería coordinador. Tenía una sonrisa dibujada. Y cualquier por cosa que el salía mal, se consolaba diciendo: “No, pero en Bariloche va a estar buenísimo”. Es que Bariloche, para muchos, era algo así como la tierra prometida. Era el edén de los estudiantes, donde podían liberar sus instintos adolescentes. “En el micro ya te agarrás a do o tres” decía Poggio, que había ido el año anterior, y entonces la expectativa era inmensa. Para tipos como el Rusito, o Suárez o Rodríguez, era la oportunidad de abandonar el celibato, despedir las horas vírgenes. Era el mismísimo pecado, pero sin culpa. Esa jugosa cuota que los papis pagaban cada mes era el boleto al placer y el exceso. Lo mismo para las chicas. Bariloche iba a ser zona liberada. ¿Quien iba a juzgar allí un revoleo de chancleta? ¿O dos , o quince? Nadie. Por eso, allá íbamos, con nuestras mochilas cargadas de ilusión...y de licores tóxicos.
Diez días después, el panorama era distinto. Era el último día y la última excursión. Como no habíamos podido subir a la aerosilla el primer día, por complicaciones del coordinador, lo hacíamos ahora. Encima no iba a haber nadie en el parque, porque esa tarde se jugaba la semifinal del Mundial. Íbamos en el micro. Ya no había gritos, ni tumultos, ni cantos eufóricos, Más bien, ya no había ni ganas. El Colo miraba la ventanilla buscando una respuesta, con resaca de la noche anterior, en la que se selló su rotundo fracaso : una semana y nada. No era el único. El Nariz arrojaba con inercia globos desde el anteúltimo asiento, que no eran otra cosa que los 36 preservativos que se había llevado desde La Plata. Díaz y Pandolfi, indignadas por el hotel, igualito al de las fotos. Es decir, de papel. Serra, arrepentida porque su aventura sexual con el coordinador, quien difundió fotos y comentarios a todo el mundo. Y ella se había enamorado de Alex. Ah, Alex ya no estaba. Es que al cuarto día, y en la enésima estafa, algunos quisieron lincharlo y la empresa decidió cambiarlo y poner a Pacha. Pacha nos quería consolar: “Vamos chicos, estamos en Bariloche”. Pero a esa altura, era como remontar un barrilete de plomo.
Por eso, cuando los vi subir uno a uno en filita a la aerosilla, sumisos, resignados y en silencio, me acordé. Emociones fuertes. Sensaciones irrepetibles .Un mundo de sorpresas. Al límite de todo. Al borde de lo desconocido. Bari, Bari, Bariloche. “No, yo no subo”le dije al Pacha y argumenté: “Me duele la panza”. El chofer de nuestro micro dormía. Tomé cautelosamente sus herramientas y encontré una tenaza. El contingente ya estaba en las alturas, apreciando el paisaje y sus decepciones a veinte metros del piso. Emociones fuertes. Golpeé de atrás al encargado de manejar los motores de las sillas. Atónitos de lo más alto, advirtieron la situación. Sensaciones irrepetibles. Apenas cundió el pánico, les recordé que estaban al límite de todo. Posé las tenazas en los rieles. Un mundo de sorpresas. Corte y todos al suelo. Una tajadura y todos al cielo. Al borde de lo desconocido. Bari, Bari, Bariloche.
Y antes de apretar las tenazas, y dejar soltar los rieles, y ver caer uno a uno a mis compañeros, y saber que por primera vez sentían algo sorprendente en la semana, y que le borraba la decepción de sus vidas, y antes de que yo fuera condenado a perpetua por un juez que nunca se fue de viaje de egresados, exclamé: “ ¡Que no se corte!”. No sé si me escucharon.


Se va, se va, se fue


No se daba cuenta. El rozaba su mano sólo para robarle una gota de tacto intangible y ella no se daba cuenta. Por suerte. Porque hubiera sido difícil , después de años de relación y amistad, decirle que se moría de ganas por derribar ese muro, esos diez centímetros de distancia que se interponen entre una amiga y alguien que ya no quiere serlo. Hubiera sido difícil confesarle que cada noche ensayaba la noche en que le confesaría todo. Quizá entre copas, para allanar el camino de las confidencias inesperadas. Aunque, claro, correría el riesgo de que al día siguiente todo fuera considerado un gran error, un exceso producto de la borrachera. Y el único exceso aquí, era el del perturbador pensamiento.
No había noche en que no improvisara silenciosamente, con su discreta almohada como testigo, una situación ideal. La besó por primera vez mil veces. Hubiera sido difícil contarle que su ejercicio favorito para combatir - ¿o alimentar?- el desvelo, era repasar una a una la situaciones vividas en el día junto a ella. Cómo un obsesivo director de teatro, como un agudo historiador, reconstruía cada diálogo con detallada precisión. Como todo autor, incluía gestos, guiños o exageraba las escenas, generalmente en pos de fomentar su fantasía.
Pues no era más que eso: una fantasía. Si ella ni lo miraba. Bah, sí, lo miraba con cariño. Pero si había algo más,ella no se daba cuenta. De nada. Ni siquiera de la cara retorciéndose de bronca cuando hablaba sobre algún chico que le gustaba, o los ojos desorbitados cuando inocente le preguntaba: “¿Cómo me queda este pantalón?”.
Él había decido ponerle fin a esa angustia. Porque lo que primero fue un bello descubrimiento y una motivación constante, luego se convirtió en una condena omnipresente. La veía en todos lados, la escuchaba en todos lados. Pero él sólo quería verla y escucharla en un solo lugar: a su lado. Él primer paso era hablarlo con alguien. Porque a pesar de su incontenible sentimiento, nunca lo había hecho público. Ni siquiera a sus íntimos. Pablo a veces lo molestaba con cargosos pero anodinos comentarios. “Epa, ¡cómo se te van los ojitos, eh!”. O a veces más directo: “Lindo adiós tiene tu amiga”. Pero el silencio como respuesta apagaba cualquier sospecha.
Por eso tampoco pudo culpar a Pablo, aunque su enojo fue imposible de disimular a pesar del intento. Durante un par de meses Pablo creyó que estaba enojado por un partido de fútbol y le restaba importancia. “Es un cabrón, no sabe perder” decía. Pero la derrota que le dolía y lo alejaba de Pablo era otra. Porque quiso decirle una noche que la amaba, que no podía más, que el alma le explotaba y todas esas cosas que se dicen de golpe cuando las botellas vacías y los ceniceros llenos ciñen el aire con una espesa nube de anarquía y las luces giran ebrias sosteniendo el techo que aplasta.
Era en una fiesta del club. Había ido al baño. Más que entonado, le prometió a un perplejo azulejo que no iba a esperar más. Salió como un tren directo al choque. Y chocó. Lo vio a Pablo con ella. Besándose, tocándose, comiéndose. Ellos no se daban cuenta, pero a él se le detuvo el pulso. Un álgido escozor hendió su pecho. El mundo se le cayó a pedazos. Cualquier otra metáfora, por más inspirada u original que fuera, sería apócrifa. Su mundo se caía a pedazos y ni su mejor amiga ni su mejor amigo se daban cuenta. Se quedó un instante mirando. En realidad se quedó varios instantes. El primero, por la sorpresa. El segundo, por la decepción. Y el tercero y final, para comprobar con morbosa resignación que nunca había sido suya. Y nunca lo sería.
Estuvo un par de meses esquivándola. También intentaba esquivar a Pablo, pero le era más complicado. Justo hubo un par de partidos y de cumpleaños seguidos, citas impostergables. Tampoco quería exteriorizar su tristeza. Era un duelo íntimo. La imagen lo perseguía y ni siquiera podía denunciar traición. Si al menos le hubiera comentado a Pablo, seguramente éste hubiera dado un paso al costado. Porque hay códigos entre amigos. Y uno de ellos es que el primero que ficha, es el dueño. Pero no. El nunca había dicho nada. Y si bien Pablo no la amaba, tampoco quería perder la oportunidad de probar algo con una chica tan bonita. Entonces debía agachar la cabeza y callar su error y dolor.
A veces se olvidaba. De a ratos nomás. Y entonces retomaba las viejas costumbres. La imaginaba a ella a su lado, besándolo y diciéndole que a ella le pasaba lo mismo pero no se animaba. Pero enseguida la imagen del club volvía y la desazón se adueñaba de su humanidad. Los viajes en micro eran eternos porque ya no podía entretenerse como antes, pensándola.
Llegaron las fiestas. De a poco, recuperó su relación con Pablo. Le hizo creer que verdaderamente había sido todo por un partido de fútbol, y hasta le preguntaba por su noviazgo. Ella dejó paulatinamente de ser su amiga para convertirse en la novia de su amigo. Pero ya no pensaba tanto. Quizá corría la mirada cuando en alguna reunión se besaban. Nada más.
Una tarde, apenas entrado el año nuevo, caminaba parsimoniosamente la calle de su casa. Venía de no sé dónde y no tenía nada que hacer después. Caminaba sólo, distraído en una nube y cantando esa canción cursi de la radio. Esa tarde fue mucho tiempo antes de que Pablo la dejara por otra, y él tuviera dos novias, y ella se mudara a Capital, para escribirle o llamarlo cada tanto preguntado cómo estás. Esa tarde la olvidó. Pero nadie se dio cuenta. Él tampoco.

Pan y queso

Pan. Queso. Pan. Queso. Pan. Y Diego para un lado y el Negro para el otro y así sucesivamente. “Boca” para un lado, “Buzo verde” para el otro. Y al final de ese absurdo rito: yo. Siempre quedaba último. Fuera par la cantidad de jugadores o fuera impar- lo que se resolvía con el humillante “gol lleva”- , siempre era el último en la elección de los equipos.
Pan, queso, pan. Cada paso era un paso más en esa lenta y agónica carrera hacia mi degradación, cada pisada era una pisada más sobre mi diminuto orgullo. ¿Pisada? ¡Pisotón! ¡Pero si era como si un elefante caminara por sobre los restos de mi dignidad! Si todos los pibes terminaban con las camisetas sucias, y los pantalones rotos, con esas grietas a la altura de las rodillas. Pero yo ya estaba maltrecho antes de arrancar. Porque , díganme ¿era necesaria esa cruel ceremonia antes de un encuentro deportivo? Yo hoy escucho a los relatores deportivos diciendo que no puede ser que se canten los himnos antes de un partido, que van a jugar un encuentro y no una guerra. Pero esto era peor. Ni siquiera era una guerra: era un bombardeo unilateral a mi inofensiva confianza. ¿O quién podía luego jugar bien cuando había sido el último en la selección? Nadie. Entonces uno jugaba peor todavía, y al partido siguiente lo volvían a elegir al final, y así se entraba en un círculo vicioso del cual no se salía fácilmente.
Con esos antecedentes yo ya llegaba totalmente desmoralizado y me iba hecho un trapo de piso. Imagine si en esa época hubiera habido psicólogos, como tienen los equipos de hoy. ¡¿Qué psicólogos?! Bastante con que había un arco- el otro lo hacíamos con buzos y pantalones largos- y claro está, la pelota. Pelota que me pertenecía. Lo cual me hacía sentir peor. Porque al principio, cuando me empecé a juntar con esos chicos del barrio (mi madre no me dejaba antes, pero a mi el fulbito me tiraba ¿vio?), me conformaba con que último o primero, al menos me dejaban jugar. Pero cuando el Turco tiró aquella vez la bocha a la calle , y un camión con acoplado la reventó como una sandía, todos los ojos apuntaron a mí. “Pituco”- porque así me decían- “ ¿por qué no le pedís a tu viejo que te regale una pelota?”. Faltaban unos días para que cumpla once años y mi padre accedió. Desde ese momento fui imprescindible en los picados. Pero no de la forma más decorosa.
Es que debo reconocerlo: yo no era bueno. Es mas, era bastante patadura. Pero, ¿el peor? No, el peor no era. En serio, no me mire así. Le juro que había otros que eran peores. El rengo, por ejemplo. ¿Debo agregar algo más? Usted me dirá que al menos tenía una pierna hábil. Ja. Muy gracioso. Pero no le miento. Estaba el Rengo, y Pato. ¡Uhh, mi dios! El Pato más que pato, era un perro. ¡Pobrecito! Como sería de malo que a veces lo ponían de palo, en verano, cuando nadie llevaba buzos para el arco. Lo que pasa es que tanto el Pato como el Rengo eran más amigos de la barra que yo. Porque yo para ellos era el niño bien, el que tenía las mejores notas y su padre la casa más linda y el auto más caro. Entonces los guachos, por resentimiento social o no se qué, me elegían último.
Con el tiempo se me pasó. Entré en la facultad, estudié Ciencias Económicas, luego Administración de Empresas e hice una carrera profesional importante. Entonces el fútbol y los picados quedaron- como querían mis viejos- de lado. Sin embargo todavía me queda, ahí, a un costado del alma, en la ratonera del cuore, un huequito, un dolor, una angustia, por aquel rito impiadoso del “pan y queso”.
¿Se puede causar tanto dolor en una persona, tanta infelicidad en un niño? Y después me dicen que soy un explotador, un cerdo capitalista y esas cosas. Todo porque afuera de mi despacho me están esperando doscientos tipos buscando un trabajo y yo seguramente no voy a elegir a nadie. ¡Pero que se jodan , esos muertos de hambre! ¡Que se vayan a comer pan y queso!

1997

“¿No te pega?”. Ella estaba convencida e insistía con su juego favorito: le pasaba el humo a través de los besos, en aquellas tardes infinitas de faso, de indolente pereza, de insolente belleza, de adolescente urgencia. Él hacía meses que no fumaba y por eso ella insistía. “¿No te mareás?” le preguntaba. De algún modo sí. Pero lo que lo mareaba era la calentura infernal que le abarrotaba los jeans rotos, y que luego de horas de arrumacos y brazos y piernas, los obligaba a realizar la casi habitual y poco elegante visita a la abuela de ella. La señora vivía sola en una inmensa casa amarillenta, con paredes ajadas, techos descascarados y cocina de azulejos celestes y canillas oxidadas.
Con los ojos desorbitados y el fuego empujando desde abajo, llegaban entre traspirados y excitados. “¡Que linda sorpresa!” decía la abuela, y ¡qué grande que estás nena!, y que nunca me visitás, y que sí, abuela, estuvimos ayer, pero la abuela se olvida, y ¿este chico quién es?, ¿tu novio? , no abuela, un compañero de la escuela. Y así, un par de mates, hasta que ella lo invitaba “a mostrarle el fondo y venimos”. Y en el fondo había plantas, malvones, y flores y macetas rotas, y un pequeño lavadero con una puertita que no alcanzaba a cerrar bien. Y ahí nomás, mientras la abuela escuchaba Radio Mitre en un Hitachi viejo y miraba sin volumen a Fernando Bravo en Telefe, ellos se devoraban hasta acabar. Y con los restos de sí, y los pelos revueltos, y la sonrisa cansada compartían un cigarrillo mientras comentaban en voz muy alta -para disimular- las bondades del jardín. “¿Qué es ese olor?” preguntaba la abuela. “Nada, deben ser los vecinos” decía ella y se despedían.
Así se pasaron parte de aquel verano otoño. Él hacía la secundaria a la mañana, no estudiaba nunca y en verdad, no había mucho que estudiar. Ella iba a la tarde a otro colegio pero, ciertamente, iba muy poco. Siempre era mejor salir en un recreo, y agarrar para la plaza o tomarse el bondi a Parque Saavedra, y pasarse casettes: Peligrosos Gorriones, Los Brujos, Pulp. Pero también los Stones, Los Beatles, y Don Cornelio. “Me gustan más Los Visitantes”. “No ves que sos pendejo” se reía ella-que apenas le llevaba unos meses de edad- y le comía la boca. “La versión de Nirvana está buena, pero la original de Bowie es mejor”. “Dejate de joder” respondía él, que no la había escuchado pero tenía la imagen del Bowie amarillo plástico de los ochenta. “¿Escuchaste lo que te grabé de Oasis?”. “Más o menos: me lo afanó Diego”. Diego era un pibe medio cancherito que chapaba cada tanto con ella. Ah, porque ellos no era novios. Eran amigos. Y él también tenía sus amigas. Aunque claro, no todas curtían ni llevaban una piedra en la cartera ni habían tomado. “Una sola vez, y nuca más. No le digas a nadie”.
La conoció un tiempo antes, de noche, claro. De noche oscura. Era sábado a la noche y–parafraseando a los Stones- ¿qué otra cosa puede hacer un pibe de La Plata si no es pelearse o tocar en una banda de rock&roll? Drogarse, quizá .La analgesia no es, en teoría, la mejor salida. Pero las teorías, ya sabemos, son de aire o papel .Por ende, no tienen carne ni dolor. Él apenas había aprendido a tomar la guitarra y pelearse no era lo suyo: el cuerpo no lo ayudaba y era demasiado cerebral. Demasiado impulsivo también, pero extremadamente racional como para medir y dosificar los excesos sin que alteren sus planes ni su paz hogareña. El nene va estudiar y cuando sale se porta muy bien. Pero ese sábado, como otros, y como muchos viernes, y como algún miércoles, él se había bajado una cajita de Arizu, algunos vasos de cerveza y el bufettero del club le convidó –“sólo por ser vos”- dos medidas de whisky. Salió de gira con los chicos. Lo de siempre: armarse uno abajo del monumento, y el que esté menos faseado maneja. La Placita, el pool de siempre, el kiosco-bar y caer en alguna fiesta. Era la fiesta de una amiga de un amigo del hermano de no se quién. Creedence de fondo, muchos tipos, pocas minas, alguna rolinga. Era una noche oscura. El cielo parecía derrumbarse. Y así ocurrió cuando salió al patio. La amiga del amigo del hermano de no sé quién no quería que fumen en ese departamento por si caía la cana, y él salió al patio. Pero la lluvia complicaba las cosas. Con las gotas del cielo rebotando en el fernet apareció ella. Su boca luminosa le dijo cantando y sonriendo: “Smoking under rain…”.La ocurrencia llamó su atención, aunque odiaba las comedias musicales. Dejó de picar porque se estaba mojando y no había mucha. Además era de aquellos que los llevan armados y se volvía menos hábil aún si lo observaban. Sería ella, tiempo después, la armadora oficial de sus rondas de dos. Hablaron de cine, de discos, de tele, de lo dificultad de hacer un lillo con el atado de cigarrillos, de un primo que fumaba con la nariz (o la oreja, no sé) y un vecino que decía que fumaba con un casco puesto. Pero la lluvia era muy intensa: ella sacó dos rivo del bolsillo y los puso en el fernet. Poco ortodoxo, nada profesional, pero atractivamente experimental. Siguieron vistiéndose de intemperie, bañándose de risas y mojándose de lluvia. Se fueron algo rotos, pero no hubo besos ni cama. Nada de eso.
La carne llegaría un mes más tarde, justo un rato antes de que entre el padre de ella y simulen que sólo que estaban tomando mate, y el padre no se dé cuenta porque otra vez había bebido, pero no tanto como para violentarse. Esa vez zafó, y por las dudas, ella no lo dejó ir nunca más a su casa. No era un hogar dulce hogar. La madre se había ido a Córdoba cuando ella tenía siete años y desde entonces tuvo que lidiar con su padre y con la abuela. Menos dulce fue el hogar aquella tarde en la él pasó a buscarla, algo intrigado por la “desaparición” en el colegio, y en su tardes. “Volás de acá o te recago a trompadas” lo recibió- bah, lo despidió- el padre y no la volvió a ver por meses.
Con el correr de los días se acostumbró. Él la quería, pero podía vivir sin ella. La quería, digamos, como se quiere a un amigo. Es que eso eran ellos: amigos. Un viernes de junio, frío y húmedo, la encontró por la calle. Él iba a un recital con los chicos y estaban llegando tarde. Ella estaba visiblemente ropiada y más allá de eso, muy esquiva. “¿Dónde estuviste? No llamaste, despareciste…” quiso acercarse él. “Vos no sabés nada” se alejó ella, con una sonrisa de mujer vencida.
Junio se hizo septiembre y sin embargo aquella noche de primavera era un hielo. No había planes concretos, ni filo ni ganas. Un truquito con los pibes, una vueltita por ahí y a la cama, fatalmente solo. Otra mano pobre, con dos sotas y un seis que no servían ni para el tanto, cuando ella irrumpió bajando aceleradamente la escalera que daba al buffet. Los ojos temerosos y temerarios a la vez; un Camel sin encender, un bolsito cruzando su cuerpo. “Acompañame” dijo ella. “¿A dónde?”. “A la terminal”. Él se levantó sin decir nada. Incluso se olvidó la campera en la silla y quizás el frío fue lo que congeló su boca en las catorce cuadras que los separaban de la terminal de micros. Dos cuadras antes, ella frenó y sin que le pregunte explicó:“Me voy a Córdoba”. “¿Por qué?” . “Porque…” y rompió en un llanto estremecedor. Él la abrazó en silencio mientras ella repetía de manera incesante“no aguanto más”.
En el banco de la terminal, él insistió en saber las razones. Pero ella se limitó a silenciarlo con una sonrisa triste. Igual a la de aquella noche. Finalmente arribó el micro. Él no quería tomar conciencia. Ella ya no podía tomarla. Y de pronto ella volvió a sonreír , pero diferente. O igual a aquellas tardes de verano-otoño, cuando caminaban el jardín de la abuela. Y lo besó. Tierna e infinita lo besó. Y subió al micro sin decir adiós. El micro se alejó en cámara lenta, como en una película, y él se quedó atónito, inmóvil, degustando aún el tacto de aquel beso. Nunca más la vería, nunca más la vio. Era el beso del adiós.
Ese beso, ese instante eterno, no le convidó humo. Ese beso era fuego. Una llama pequeña pero penetrante. Lo suficiente como para encender el cigarrillo- el mismo que no fumaba desde hacía dos años- y marearlo con el recuerdo que pega fuerte esta noche. Pega y marea en esta noche clara, en su escritorio, con su título de sociólogo en la pared, con sus pulmones limpios, con su trabajo sólido, con sus pesados veintilargos, ahora que el rivotril sólo lo toma para dormir. Como se dormirá en un rato, una vez que el recuerdo se extinga con pálida resignación.


La más linda del barrio

Era lo que más quería en el mundo. Desde el primer instante. Supongo que fue amor a primera vista, porque no pude contener las ganas de correr tras de ella apenas la conocí. Recuerdo cuando llegó al barrio. Fue el comentario de toda la barra. Todos andaban detrás de ella. Si hasta los vecinos más grandes, con cierto pudor pero con un irreprimible brillo en los ojos, se le animaban. Todos la miraban con deseo y ella lo sabía. Se paseaba altanera, reluciente, brillante como una luna de plata. Salía a la calle y ya nada era lo mismo. El imperturbable silencio de la siesta se interrumpía con los gritos y pasiones que despertaban. Las vecinas, algo celosas, nos recriminaban por el lío, pero a nosotros no nos importaba. ¿Qué nos iban a importar esas momias con ruleros, cuando ella surcaba el cielo como un ángel de indómito fuego?
Era lo que más quería en el mundo. Mi madre lo sabía, y eso le molestaba bastante. Decía que me distraía, que no hacía la tarea y que me atrasaba en la escuela. Pero yo no podía dejar de pensar en ella. Y ella sin embargo, nunca se detenía en mí. Pasaba de largo, indiferente. Con el resto, en cambio, no tenía problema. Iba con todos , de aquí para allá, coqueteaba con uno y con otro. Nunca estaba sola. Siempre llegaba de la mano de otro pero nunca conmigo. Y eso que yo la quería como nadie en el mundo. Pero , no sé, no podía entenderlo. Había tipos que le pegaban, y ella después volvía como si no le importara. Claro, la acariciaban un poquito y se olvidaba de todo. Algunos decían que era bastante rápida. No sé. Es cierto que todos se la pasaban, pero a mi no me tocaba nunca. A mi ni me miraba. Cuando la iba a buscar, me rebotaba delante de todos. Ustedes no saben que humillante era para mí. Yo la encaraba con todo el amor del mundo y ella me esquivaba.
Un tarde, cuando la noche ya empezaba a desplegar su misterioso velo, la encontré sola. Raro, pensé. Y no dudé un segundo. La agarré antes de que escapara, y me la llevé. Ella no decía nada. Yo no la dejaba moverse. Me la llevé y la escondí en el sótano. La amarré y la dejé allí. En el barrio se preocuparon por su sorpresiva partida. Pero yo no decía nada y con el tiempo, como sucede con todo , la olvidaron.
Yo no me olvidé. Hice mi vida. Crecí, viví, me casé y hasta quise un poco. Pero nunca como a ella. Era mi oscuro secreto, mi muerto en el ropero. Ni siquiera mi mujer sabía que estaba allí, en el sótano de la casa de mis viejos, porque nunca iba a visitarlos. Yo sí. Aún cuando murieron, seguí yendo. Me hacía el que limpiaba, el que ordenaba, pero lo único que me importaba era espiarla. Más de treinta años hacía que la tenía secuestrada. Pobrecita. Estaba venida a menos, más delgada, llena de marcas y grietas recubriéndola. Gris. Vieja. Yo sé que estaba mal, pero ella me había hecho sufrir mucho.
Hace un par de días me arrepentí. Yo no puedo estar tan mal de la cabeza como para cometer esa locura. Si me había hecho daño, treinta años de encierro habían sido suficiente castigo. Bajé a ese sótano y la solté. Le dije que de joven no había sido lo suficientemente hábil como para seducirla y mucho menos dominarla. Le pedí una vez más que venga a mí. Pero no cayó rendida a mis pies. Al contrario: me rechazó. Me rebotó. Yo seguía siendo el mismo torpe y ella la misma turra.
Así que tuve que hacerlo. La agarré con todas mis fuerzas y la furia de una vida entera, y la apreté. Le pegué, la estrujé, le hundí un cuchillo que había en un estante mientras ella chillaba. Pareció una eternidad; habrán sido unos minutos. Yo estaba enceguecido. Ni la escuchaba. Cuando terminó mi rapto de ira, quedé atónito ante mi cometido. Ella estaba en el suelo, literalmente destrozada. El cuero deshecho, su corazón desinflado y roto. Y ahí nomás me puse a llorar. ¿Cómo no iba a llorar? Si esa pelota era lo que más quería en el mundo.

La memoria es tan frágil

Venía de frente. Siguió de largo. No lo saludó. Apenas lo miró. ¿Cómo podía ser que la Flaca no lo saludara? Si hace unos días habían estado hablando de la forma más amena. Es más, ella le había dado su dirección y lo había invitado a tomar unos mates cuando quisiera. ¿Cómo podía ser? Si la Flaca sabía que él moría por ella. ¿Se habría olvidado? Hay momentos en la vida en los que la memoria es tan frágil. Quizá la adolescencia fuera uno de ellos, pensaba.

No se iba a quedar quieto. Buscó la dirección que había guardado en un jean deshecho, y fue a buscarla. En su corta vida, muchas minas lo habían rechazado pero ninguna lo había ignorado de esa manera. Ninguna lo había humillado de esa manera. Cuando llegó a la dirección se encontró con un pasillo extenso. En su interior, rozándose los codos, los departamentos se apilaban uno tras otro, separados por delgadas paredes de piel ajada y hueso endebles, y protegidos por chillonas puertas de metal verde despintado.

Iba encararla sin más rodeos. Dio una última pitada de valor a su cigarrillo rubio, y golpeó la puerta. Le abrió. No era ella. Era...era otra chica. Quiso describirla. No pudo. Esa boca, esos ojos, ese pelo. Todos los sustantivos eran ajenos a cualquier adjetivo. “ Disculpá: me equivoque de puerta- dijo aún en estado de shock . Pero agregó rápido de reflejos.-Estaba buscando la puerta del infierno y golpeé las del cielo-. Enseguida advirtió que su respuesta no había sido muy inspirada. Sin embargo a ella le cayó bien.

- ¿Golpeando las puertas del cielo? ¿Cómo Dylan?” – dijo sonriendo con unos labios que hubieran necesitado un departamento de esos sólo par ellos.

-¿Te gusta Dylan?- preguntó sorprendido. ¡Le gustaba Dylan! Ese no era el pan de cada día. Así que improvisó un par de comentarios acertados y le ofreció prestarle un disco del gran Bob, que no tenía nadie.

Se pasó la semana entera buscando ese disco. Porque no lo tenía nadie, y por lo tanto, él tampoco. Cuando lo consiguió, volvió al pequeño departamento. Parecía que ella lo estaba esperando. Sugestivamente desaliñada, abrió la puerta. Hablaron, tomaron mate, escucharon discos. Por un intervalo dudó de su suerte. Ese no era el pan de cada día, volvió a pensar. Sin embargo el éxito -esa moneda que va y viene, esa medalla imprecisa- iba a estar de su lado. “Esta es la tuquera de los momentos especiales” dijo ella con un tono entre místico y ceremonial. A él le parecía una estupidez (más en una chica de veintidós años, responsable y autosuficiente). Pero a los dieciséis años la estupidez era su especialidad. Entonces la siguió. Y entre besos, y humos, y metáforas sabinescas de alto vuelo(y corto vuelo poético,claro) consumieron la tarde en cenizas dulces y piernas enredadas.

Se despidió con un beso escueto y un te llamo. Atravesando el pasillo cruzó a una chica. Era la Flaca. No la saludó. Por venganza, por ensueño, o por olvido, él siguió de largo. Hay momentos en la vida en los que la memoria es tan frágil.

La próxima vez

A la piecita del 3ºB
La próxima vez no me quedo: la próxima salgo. Ocurre que a esta altura del mes no tengo mucha plata. Y además el sábado es el único día que vengo a dormir a lo de mi abuela. Pero ella, en el otro cuarto, no entiende que hoy es sábado. Ella no comprende que vive en el tercer piso de un edificio que se alza indolente sobre la esquina más concurrida del centro de la ciudad. Ella duerme y no sabe que allá abajo , codo a codo, como en una religiosa procesión donde dios se permite algunas licencias, están todos los chicos de la ciudad. Y las chicas, claro.
La pieza está oscura y apenas unos delgados haces de luz se cuelan por las hendijas de una persiana tan pesada como una sentencia. Pero yo puedo oírlos. Están allí abajo. Están ellos. Algunos con sus autos voluminosos y luminosos, con la música encendida en cada arteria, con sus podios y laureles a cuestas. Otros con sus remos en brazos, presentando todas sus credenciales, ensayando cada pose, cada paso de silencio, cada hilo de chamuyo.
Y están ellas. Con el ropero encima, pero livianas como un susurro divino. Fingiendo la sonrisa, relojeando las tropas. Están ellas, presas cazadoras. Están todos mis amigos, los que son y los que podrían serlo. Están todas mis amantes-mejor dicho- las que nunca lo fueron y las que nunca lo serán. Están todos allí abajo y también está la luna. Inmensa, radiante. Ojo omnipresente. Blanca, deliciosa. Dando la orden tácita de que se la devoren hasta el final, de que se devoren hasta el final.
Todos ellos están allí abajo, mi abuela en el cuarto de al lado y yo, sábado a la noche, más solo que la soledad misma. Por un segundo, el agobiante rezongo de la calle cede ante un tímido crujido. Una cucaracha - no la veo, pero presiento que es una cucaracha- camina ingrávida, inerte, por la frágil madera que reviste la pared. Está sola como yo. Pero al menos es conciente de que su naturaleza ya le indica un destino fatalmente opaco. La otras cucarachas – y espero que no haya más en esta pieza- tampoco hacen cosas mucho más interesantes. En cambio , yo me pregunto ¿mi naturaleza indicó explícitamente que los sábados me quede solo? Hay algo peor que ser patético: saberse así.
Han pasado un par de horas y allí abajo, algunos dejan de adivinar su suerte para comenzar a hallarla. Yo sólo adivino el tic tac que sopla desde el otro cuarto y me dice que han pasado un par de horas. Todavía falta mucho para que el sol aparezca y derrita esa persiana. Me consuela saber que a esa hora, el sábado ya será domingo, y el desayuno de mi abuela me dirá que lo peor ha pasado. Pero todavía no pasó. Entonces me quedo firme , enfrentando la oscuridad del cuarto, las luces de afuera, las risas, los silencios, la música, el vacío, mi propio vacío. Pero proyectando, programando, sabiendo que la próxima vez no me quedo: la próxima salgo. Y que nadie diga que no tengo planes esta noche.

El deseo

Usted tiene que entender ,comisario. Porque debajo de ese uniforme hay un hombre. Y como hombre sabrá lo que es el deseo. Es un instinto animal que se apodera del cuerpo y que nubla la mente . A uno le da por pensar en cualquier cosa, comisario. ¿O me va a negar que usted no ve a esas chicas con las polleritas más cortas que esperanza de pobre, y no le entran ganas? ¿Me va a decir que no mira para los costados como pidiendo auxilio, y al ver que no hay nadie alrededor no se le ocurre abalanzarse ferozmente sobre ellas y degustarlas como a un helado de dulce de leche granizado y crema del cielo?
Suelen decir que hay mujeres que arrancan suspiros. ¡Má que suspiros! ¡El alma le arrancan a uno! Si pasan y es como si dentro del pecho uno se fuera extinguiendo irrefrenablemente mientras los ojos se pellizcan el iris. Esas mujeres hacen mal, comisario. Esas mujeres le roban, le sacan un pedazo de vida. Entonces uno se siente con derecho de ir a recuperarlo. Y no es un delito: es un reclamo social. Porque ¿cuántos hombres reclaman que le devuelvan un poco de todo lo que esas criaturas crueles y deseables nos arrebatan con su mera presencia? ¡Otra que movimiento popular, comisario! Y yo no soy un depravado. Ya se que la cara no me ayuda, que estos ojos pequeños y esta boca torcida y está nariz hacen de mí un identikit con patas.
Pero no soy yo: es el deseo. Es un fuego incontenible, es un grito abrasador. Es una catarata arrolladora. Y disculpe la poesía , comisario, pero el deseo es una río torrentoso. ¿A usted le gusta la poesía? ¿Más o menos? No ,a mí tampoco me interesaba mucho, hasta que vi que con las minas era un recurso fatal. Entonces empecé a darle bola. Por ejemplo, a esos chocolatines que vienen con versitos ¿vio? Yo compraba esos y otro chocolate cualquiera, entonces me mientras comía el mío, me memorizaba el chamuyo del envoltorio, y después las mujeres creían que la parla era mía. ¿Cómo? No , comisario. No quiero cambiar de tema. Es que todo tiene que ver lo mismo: con el deseo del sexo opuesto. Bah, no sé, ahora hay tipos medio raritos por ahí.
Pero los clásicos siempre mandan. Y todo lo que nos interesa a los hombres son las mujeres. ¿O no, comisario? Sí, usted tiene la responsabilidad del barrio, su familia, su hobby de ir al club de tiro. Pero créame que todo tiene que ver con las mujeres. Imaginemos por un rato que a usted le va muy bien...bueno, ¿ya le va bien?...Entonces imaginemos que a usted le va de maravillas. Lo ascienden a “recontra comisario”. No, lo ascienden a Ministro de Seguridad de la Nación. Y le va perfecto. Se acaban los delitos, usted convierte a la policía en la mejor del mundo. Limpia, educada y altamente capacitada. La gente se lo agradece, la prensa se lo reconoce. Usted es el hombre que limpió al país de la violencia y la corrupción. Además , su comportamiento ha sido irreprochable: ni una moneda de más. Entonces el gobierno, con total aval de la población, decide otorgarle una prima mensual de cincuenta mil pesos. Sí, cincuenta mil pesos y nadie dice nada. Es más, algunos se quejan y dicen que es poco para un hombre tan importante. Entonces usted tiene todo, comisario ( ¿o debo llamarlo Ministro?) Usted tiene una mansión, tiene prestigio, tiene dinero, tiene un yate y está en medio del Pacífico disfrutando de sus merecidas vacaciones. Cuando está ahí en el yate, y ya comió, y ya bebió: ¿dígame que quiere? ¿Otra pizza? No. Dígame qué es lo que quiere un hombre cuando ya tiene todos lo artificios que supuestamente la vida nos obliga a buscar? Yo lo ayudo, comisario: una mujer.
Sino ¿de qué sirve el resto, si uno no tiene un par de piernas torneadas, una piel fresca y delicada, una boca carnosa que morder? ¿Para qué quiere uno ser una estrella de televisión sino es para que las minas se le tiren encima? ¿Para qué escriben canciones los músicos si no va haber mujeres creyendo que son para ellas? ¿De qué sirve meter goles si cuando volvés al vestuario solo hay piernas peludas y afuera ninguna chica dándote su teléfono? Porque en realidad eso es lo que quiso desde el principio. El resto está de relleno. Un hombre lo único que quiere es a una bella mujer. Disculpe la grosería, comisario, pero por algo del polvo venimos y hacia el polvo vamos. Es así y punto. Usted meta a los hombres en una cama , con su buenas mujeres, y ya está. Se acaban los problemas. Imagínese, todo el mundo en la cama. Se pararía nada más que para comer. Cualquier cosa que haya por ahí: yuyos, un tomatito. No se va a poner en exquisito en medio del cachengue. A lo sumo se turnan. A cierta cantidad de ciudadanos les toca tal día cocinar, y proveer al resto de la población con whisky y cigarrillos. Dígame, comisario ¿no sería una sociedad ideal?
A mí me dicen que me enceguezco cuando veo una mujer linda. Que no respeto la ley ni la moral. Que no veo nada a mi alrededor. Y dígame , comisario ¿qué hay de interesante para ver? Usted que patrulla las calles...o patrullaba, ¿hay algo más interesante para ver que una mujer? Y a veces ni siquiera hace falta ver. Como en ese callejón. Con tocar alcanzaba. No le puedo negar: fue criminal lo que pasó esa noche. Pero yo lo disfruté. ¡Por el amor de dios, si la pasé bien! ¡Que me importaba si estaba oscuro, si era en la vía pública, si ella gritaba , si algún vecino se asomaba desde la ventana! ¡Qué me importaba si venía la policía!
Y yo no soy un depravado. Créame , comisario: es el deseo. Usted tiene que entender. Y yo también. Así que no me sorprende que la mina haya declarado lo que declaró. No me sorprende que se hable de abuso o violación. No me sorprende que la mina haya confesado que fue ella la que me obligó, que fue ella la que abusó de mí. Que en definitiva, fue ella la que me violó. Porque ¿vio todo eso que nos pasa a nosotros con las minas? Bueno, comisario: a ellas a veces les pasa lo mismo con nosotros.

Perra muerte

El rojo asoma. Tímido, oscuro, débil. Y ahí los tienen: inmóviles, inertes. El rojo brota. Líquido, veloz, impúdico. Y ahí están ellos, mirándose, acusándose, culpándose. El niño llora, el padre grita, el conductor se esconde, el veterinario apura impreciso y aquí estoy yo. El rojo corre. Torrente, intenso, espeso. El rojo escapa y nadie lo detiene. Quizá fui yo en un arresto instintivamente animal. Quizá la puerta que no supieron cerrar. Quizá la impune coraza con ruedas. Quizá este médico desorientado. Quizá mil cosas. Pero el tiempo no vuelve. Y el asfalto está frío, y estos huesos pesan, y los párpados también, y esta herida gana. El rojo ahoga. El negro cubre. La perra vida se hace muerte.

Pringles era Paris

A Noelia


-¡Qué paz!- exclamó Noelia, envolviendo las palabras con cierto alivio y estirando la zeta como un lento suspiro. Añoraba esa calma, ese aire tibio que acaricia las mejillas y se cuela tímidamente en cada arteria, en cada hueso. Anhelaba esa panza llena, ese corazón contento, esa madre cocinando amores de membrillo, esa tenue pachorra de la siesta. Extrañaba a Pringles, y ahora lo tenía ahí, entero, desnudo, frente a sus ojos.
-¡Que muerte! –brusca y lapidariamente interrumpió la señora de al lado el acogedor bálsamo que Noe había construido con trocitos de sueño. -¡Este pueblo es una muerte!-continuó la señora. Desde que su esposo había fallecido, tenía una visión de las cosas un tanto sombría. Sin embargo no alteró la pequeña ceremonia de Noelia, ofrendando su frente y su alma al sol de la tarde, sentadita en el cordón de la vereda-.
-¡Este pueblo es una muerte!- insistió la señora e inició su larga evocación-. ¿Ve esa plaza vacía? Bueno, esa plaza hace cuarenta años era una fiesta. Un carnaval. Es que en este pueblo el carnaval duraba todo el año. Entonces había una feria instalada constantemente, con juegos y esas cosas. Ojo que no era una feria así nomás, de barrio, de pueblo chico , como las que se hacían en Indio Rico o alguno de esos pueblitos. No, m´hijita. Acá venían los mejores números. Magos, acróbatas. Un circo. Un circo abierto era- repitió efusivamente la señora, aunque a Noelia parecía no importarle.
-Pero claro, eso era apenas un entretenimiento para los niños.- continuó-. Porque ¿ve aquella esquina? ¿Ve el almacén? ¿Ve el café donde ahora pusieron esas maquinitas que lo único que hacen es ruido y atontar a los nenes? Bueno, m´hija. Esa esquina era el centro de todo. El epicentro de todo- remarcó exaltada. -Venían de todos los pueblos. Allí había un café que no era una fondita donde se juntaban los curdas. No. Era un café de esos con espectáculos y luces. La música se escuchaba hasta la ruta. ¡Y qué música! No esas porquerías de ahora. ¡Cada orquestas...! Allí venían todas las cantantes más importantes de la época. Si hasta una vez vino...vino esa que era tan conocida.. . ¿Usted no se acuerda?- . Noelia apenas giró la cabeza, pero no dijo nada y regresó a su profunda contemplación del paisaje .
-Bueno, no importa- siguió su monólogo la señora, mientras Noe salió de su solipsismo por un segundo al soltar la carcajada que le produjo un señor que se cayó en su bicicleta-. La cosa es que todo el mundo iba allí. Porque si no se conseguía lugar en esa confitería- lo cual sucedía siempre- teníamos el Cine. Si, si. El gran Cine Atlantis. Ese cinematográfo tenía las películas antes que nadie. Es más , a veces se veían antes acá que en Buenos Aires, porque parece que un magnate del cine tenía campos por la zona, y en un casco tenía una salita privada. Entonces las miraba primero él y después las distribuía por el resto de la provincia. El cine Atlantis era la gloria. La esquina esa era la gloria. ¡El pueblo era la gloria! ¡Más que pueblo era una ciudad! Si la hubiera visto, m´hija, ¡qué esplendor!¡Las luces encandilaban! Si no dígame, ¿cuántos ciegos hay ahora el pueblo? Uno, dos como mucho. En esa época los oculistas trabajaban de lo lindo, porque era tanta al luz que a algunos les hacía mal. Si dicen que los pilotos de avión se guiaban mirando p´abajo nomás, y cuando veían esa verdadera farola gigante, junaban que ya estaban en la provincia. Y nosotros, ay, nosotros vivíamos como en un sueño. Era como Paris. No le miento: Pringles era Paris. Las señoras bajando de los autos, autos largos, ellas con tapados de visón, maquilladas, con peinados que llevaban un día entero de trabajo. Los hombres con frac, con galeras que tocaban las nubes. Era de un desfile de elegancia y ostentación. Prinlges era Paris. En cambio ahora...” y dejó flotando la frase, sin concluirla.
“Se calló” pensó Noelia. Menos mal que la vieja se durmió y con ello sus mentiras y sus ambiciones. Menos mal que se durmió, y que Pringles volvió a ser tan dulce y tan cálido y tan íntimo y tan apacible y tan simple , como siempre.

El Príncipe

No iba a ir a la fiesta. No. Siempre era lo mismo. Se maquillaba, se arreglaba y después no pasaba nada. Planchaba. Pero no porque fuera poca cosa. No. Ella sabía que, contrariamente, era demasiado mujer. Lo que sucede es que no entraba en los parámetros de la belleza actual. Claro, no era flaquita, blanquita, quebradiza, como esas chicas de ahora que salen en la tele y que si se levanta una brisa, olvidate. No, ella sabía que era bien mujer. Se sentía toooda una mujer. Sólo que no había tenido suerte. Hasta esa noche.
No iba ir a la fiesta, aunque todas sus amigas sí. Alquiló una película de Meg Ryan-esas para llorar- y se puso el pijama. Pero a medida que las agujas calabaceaban las doce, dudaba más del plan escogido. Por eso a las doce y pico se arrepintió, se puso las mejores pilchas, se arregló el pelo y apenas terminó-a la una y media- enfiló para la fiesta.
Cuando llegó advirtió cierto clima de euforia. Los chicos se le abalanzaban sin pudor alguno, y ella se convenció de que había elegido la ropa adecuada. Estaba para matar, pensaba. Todos le hablaban, le decían cosas que no entendía, pero ella no los escuchaba. Una diosa así no podía detenerse ante cualquiera. Dio varias vueltas al lugar y no encontró a las chicas. Sólo veía parejas formándose y deformándose en besos etílicos. La noche transcurría y ella se iba quedando sola. Otra ve lo mismo, pensó. Los chicos no se animan. Y...es lógico, se convencía. “Bombón” le gritaban. “Chocolate” insistían. Pero ella estaba harta de piropos cobardes. Ella quería un hombre que la acechara en serio. Que la pusiera contra la pared del deseo (frase que había leído en su libro de cabecera “Los secretos de la Pasión”, de Lisa Honey). A las cuatro de la mañana ya había perdido todo tipo de esperanzas.
Hasta que lo vio. Ella estaba apoyada contra una columna. Él venía caminando en un extraño zigzag. Atravesaba la pista con viril impunidad, llevándose el mundo por delante. Sus ojos desorbitados despedían fuego. Había algo en esa mirada que lo hacía irresistiblemente misterioso. Un dejo de tristeza quizá; una chispa de voracidad talvez. De pronto comenzó a moverse de manera exótica. Su brazos se balanceaban deliberadamente para un lado y para el otro. Sus pies se deslizaban incesantemente rozando el tropezón. Todos se reían a su alrededor. Ella sonreía sin poder ocultar la admiración que le producía ese chico. Además de indescifrable y sensual, era el centro de la fiesta.
Mientras él seguía haciendo payadas, ella se decidió. Se paró de frente al muchacho. Peinó su cabello enrulado desplazándolo de un costado al otro. Apretó la mandíbula y sacó trompita. Los ojos azules, pensaba. Máma dice que tengo lindos ojos, repetía. Lo miró fijamente, hasta que la advirtiera.
Entonces él detuvo su danza exótica y sus monerías. Se arrojó decididamente. De arrebato. De prepo. Sin dudarlo. Se arrojó sobre ella y le encajó soberano beso de sopapa . Ella lo sintió enseguida. A flor de piel. Ese era el hombre. Fuerte, decidido, viril. Eso era un beso. Un instante supremo. Una danza de fuegos en la que los astros bailaban al compás del amor (esa frase también la había leído en un libro de Lisa Honey , “A la espera de mi príncipe”). Y ese era El Príncipe. No necesitaba decir nada. Su personalidad superaba el diálogo. ¿Que podían agregar ese conjunto de signos insignificantes que son las palabras, esa falacia atroz que es la verba, a un momento semejante, aun hombre sin igual? Nada. Siguió besándolo y sin dejarlo hablar, ni respirar. Fueron cinco minutos. Los suficientes para cerciorarse que ese era el hombre de su vida. Un príncipe.
El no dijo nada. De golpe dejó de besarla, le dio un papelito y se fue. Será su teléfono, caviló ella. No le importaba. Era la noche más feliz de su vida. Y había durado sólo un instante. Un instante eterno. Tampoco le importaba, porque tenía su número y era sólo el principio de un gran amor. Estaba feliz y lo único que quería era encontrar a las chicas. Era raro que no estuviese. Al cabo de un rato, dejó de importarle todo. Sabrina sólo pensaba en Su Príncipe.
Al otro día, en el club, los muchachos conversaban entre gaseosas y remeras transpiradas.
-Che ¡qué bagayo se agarró Pablo anoche!- disparó Martín.
- ¿Cómo no querés que se agarre esa gorda, si tenía una curda que no veía una vaca echada? – agregó el Zurdo.
-Si no veía a las vacas, entonces lo de anoche está justificado, Pablo.-remató el Colorado .Todos rieron y Pablo, que quería cambiar de tema, preguntó:
-Chiru ¿me llevás el auto, que tengo que irme rápido?
- No, si el coche está roto.- respondió el Chiru.- Hablando de eso, ¿qué carajo hiciste con el número del mecánico que te di anoche en la fiesta?

De hombres y mujeres

Es verdad: nunca supe nada de mujeres. Están los expertos en la materia, los que la saben lunga de minas. Y están los eternos aprendices, como yo. A veces me consuela pensar en lo que dijo un tipo que vive por el barrio, una noche, casi abrazándome: “De mujeres y de fútbol nadie sabe nada”.Puede ser. Con la redonda me las rebusco; jugueteo al menos. Pero con las minas, créame, con las minas voy al arco. Es que nunca tuve una relación lo suficiente profunda con una mujer. Y eso que- y le juro que no es por jactarme- tengo suficiente calle.
Una vez tuve algo más o menos serio. Era una piba del barrio. Unos dieciocho años, bastante linda. Ella salía para la facultad, y yo la acompañaba todo el camino. Los fines de semana, paseábamos juntos o íbamos a la plaza. Pero apenas nos comunicábamos. Era una cosa de miradas. Platónico, quizá. Es que siempre me costó mantener un diálogo con las mujeres. No sé si será un problema de nacimiento o simplemente timidez congénita, pero nunca puedo decir ni una palabra. Apenas balbuceo, y ellas se me quedan mirando, como esperando que hilvane una frase, como mínimo. Pero no puedo, como si me pusiera nervioso. Ojo, yo tampoco las entiendo mucho que digamos. Porque hay mujeres como esta piba que son buenas, pero otras que, mama mía, son unas turras. Y sabe qué ¡a mí me tiran las perras! No sé, será un instinto animal, pero me gustan así.
Igualmente, yo sigo a todas las mujeres. No discrimino .Le aseguro que no soy un pervertido ni ninguno de esos locos que andan por ahí. No. Me gusta seguirlas y punto. No explico la razón, pero hay algo que expiden, un aire, un aura, un olor. Porái las sigo ocho, diez cuadras. No les digo nada y ellas tampoco. Me miran. No me dan mucha pelota, pero tampoco me sacan carpiendo. Es que esa ha sido siempre mi historia con las mujeres. No es que les produzca rechazo, sino que la cosa nunca pasa de ahí, de la mirada compasiva, del gesto tierno. Como si fuera una mascota, o algo así. Como amigo y nada más.
Tampoco entiendo las razones. Quizá me falte pose de galán, de recio. A ciertas mujeres le gustan los duros, como Humphrey Bogart, y yo no camine lo suficientemente erguido. No fumo, bebo sólo cuando tengo sed, y mucho menos tengo auto. Probablemente esas sean algunas de las causas por las cuales nunca profundizo nada con las mujeres.
Pero, ¿qué le voy a hacer? ¿Deprimirme? No. Bastante con que sé conseguirme la comida y los días de suerte, el de la carnicería me tira un buen hueso. ¿O desde cuando tiene que preocuparse por las mujeres un perro como yo? Para eso están los hombres, que bastante mal viven.

El "no" ya lo tenés (A Rodrigo)



Solía pasar. Estaba cuatro horas encerrado en un departamento, donde lo más parecido a una mujer eran las botellas vacías que iban cayendo en el cumplimiento del beber. Entonces, al llegar al boliche, cualquier ejemplar femenino era una diosa griega. Pero esta vez no era producto de mi encierro. O sí lo era: de mi encierro en este pequeño mundo. Porque esa chica escapaba a los límites de este planeta tan mezquino, tan chato, tan terrenal. Esa piba era de otro mundo. Y no le hablo sólo de su aspecto físico. Sí, obvio, tenía un lomazo que con fritas podía empachar a toda la hinchada de Boca. Pero había algo más. Los ojos, la boca, la sonrisa. No sé, un aura, un ángel. La estuve mirando casi dos horas. Ella no paraba de bailar. Yo la relojeaba desde la barra.
De pronto, cuando la contemplación había adquirido en mí un estado de ensoñación, advertí un prodigio. Me miró. No, no fue directamente. Más bien, como quien no quiere la cosa. Pero me miró. Además las minas, cuando te buscan, no te clavan la mirada de una y se quedan fijo, como los bebés cuando viajás en micro. No, te apuntan un toque, y apenas le respondés la ojeada, giran para cualquier lado, le hacen un comentario a la amiga y sonríen. Entonces uno piensa “que no, que fue un reflejo”. Y ahí, con la guardia baja, te vuelven a mirar. La boba. Sí, te la muestran, la tiran pa´ delante, frenan, y la vuelven a tirar pa´delante. Me hizo la boba.
Sin embargo no pasó de eso. Porque enseguida se fue al baño, o a no sé donde. Y yo recuperé mi vida anterior, ese despliegue de mediocridades y horas grises. Hasta que volvió a aparecer. Y esta vez me miraba fijo. ¡¿Fijo?! ¡Si ni me podía mover de como me miraba! Me crujían las articulaciones si daba un pasito. Me sentía como cuando la maestra te está retando y vos no podés mover ni un músculo de la cara .Así me miraba:como retándome. Y yo no había hecho nada. Claro, yo no había hecho nada. Es que no me animaba. ¿Yo ya les conté lo que estaba esa mina? Ah, sí, al principio. Bueno, entonces deben entenderme. No era fácil. “Andá Rodrigo”, me decían los chicos. Claro, yo había armado un equipo para zafarle al descenso, para estar cómodo en mitad de tabla, y ahora los dirigentes, la hinchada y la prensa, me pedían el título. No, señores. Yo no estaba preparado.
Y entonces llegó la frase. Sí, la frase más pronunciada en la historia de los boliches(afirmación basada en estadísticas concretas). Una frase dotada del razonamiento más puro y la lógica común. Una frase basada en el optimismo propio de la resignación, ese impulso que surge cuando está todo perdido. Una frase que no te deja alternativa, que pone contra la pared cualquier inercia: “El No ya lo tenés”. ¿Qué se puede responder ante tanta sabiduría resumida en cinco palabras, ante una certeza tan cierta? Sólo resta callar, levantar la frente, cargarse las tropas en la espalda y encarar sin más vueltas.
“Disculpá” le dije y la apenas toqué en el hombro. “Quería saber si eras de verdad” rematé. Era cursi, ambicioso y desubicado, pero había que tomar riesgos. No tenía ganas de sufrir. Si le caía bien eso, ya estaba. Parece que le cayó bien. Roto el hielo- o derretido estando ella enfrente- comenzamos a hablar de todo, y advertí que no era lo que esperaba: era mejor aún. Ella me respondía con total soltura, se reía y hasta me daban ganas de escucharla. Parecía que nos conocíamos de toda la vida. Los chicos pasaban cada tanto por al lado y me ponían cara de ¿para cuándo? Pero yo lo tenía claro: no había un cuándo. Al menos no lo había conmigo. Es que era evidente que esa chica no era fácil. Pero tampoco era una histérica. Todo lo contrario. Era esa clase de minas que no te va cortar el rostro de una, o poner cara de hastío, o ladrarte. No, era de esas que por simpatía o buenos modales nomás, te sigue la charla. Sabe cuando marcarte los límites, sabe que no anda de trampa ni de levante y por eso actúa así, tan desinhibida y libre de culpas. Macho, ¡era para casarse la flaca! Encima estaba con un vestidito blanco. Le faltaba el ramo y un cura. Aunque finalmente el célibe iba a ser yo. Porque supe que no iba a cometer ningún pecado esa noche. Entonces me relajé- sin la presión del levante y el nerviosismo que implica la táctica y la estrategia- y conversamos de todo. Estuvimos hablando como tres horas. A eso de las cinco miré el reloj y decidí irme, porque tenía que levantarme temprano. “ ¿Te vas?” preguntó realmente interesada. Hubiera querido quedarme, pero igual me fui contento. Porque a veces uno se va más conforme con un buen chamuyo que con un polvo vacío de emoción, ¿no cierto?.
Al día siguiente, al llegar a lo de los chico, el Berta concluía el relato de una hazaña nocturna. Parece que le había ido bien. Demasiado bien, ya que no era muy frecuente en eso de besar la red y mucho menos con una mina tan linda como contaba. Pero a mi no me interesaba mucho. Yo estaba feliz por la chica que había conocido y se los iba a contar a todos. Aunque no hubiera pasado nada. Antes de abrir la boca, el Berta me interrumpió:
-¡Rodrigo, sos un gil! ¡La mina que te chamuyaste anoche se la pasó hablando de vos conmigo! ¡Estaba muerta con vos! ¡Estaba entregada! ¡Decí que en el telo se calló la boca y después del turno ya ni se acordó de quien eras!
Creí que era una joda. Supe más tarde – y ante la afirmación del resto- que no lo era. El “No” ya lo tenía. El “No” de la suerte.

El gol del honor (Al Glorioso Yi En Si)


¡¿Cómo va anular ese gol, juez?! Dígame cómo. Si era un gol, apenas uno, nuestra ansiada meta. Un gol nomás. El del honor. Un gol como daga filosa que corte la red de burlas y críticas. Un gol como una armadura de orgullo, como un escudo de fe, para cabalgar la tabla de posiciones con la frente alta llenos de valor e hidalguía. Un gol. ¿Cómo va a anular ese gol, juez?
Usted dirá que era una quimera, una utopía. Un imposible. Que nosotros con este equipo no teníamos cara en presentarnos, que somos el hazmerreír del torneo. Y dígame ¿en qué se basa para esas acusaciones tan hostiles? No me diga: en las estadísticas. ¿Diecisiete goles en contra y ninguno a favor en tres partidos? Bueno, pero usted y yo sabemos que las estadísticas mienten. Y si no, mire Holanda del setenta y cuatro: segundo salió. Y era un equipazo. Sí, si, si, no me apresure. Ya sé que nosotros no somos la naranja mecánica. Pero le juro- por la constitución, por Dios y por la patria, si quiere- que no éramos tan malos, juez .Que no somos, mejor dicho. Antes de arrancar el torneo aspirábamos, no digo a la vuelta olímpica, pero tampoco a la vuelta del perro. Porque le reconozco que nos han paseado. Pero entienda, nos faltó pretemporada, y eso se notó, sobre todo en el primer partido. No sabe lo jodido que es remontar un “cero- ocho” en el debut. Ese resultado nos condicionó para todo el campeonato.
Por eso ¿Cómo va a anular ese gol, juez? El trabajo de la semana, la ilusión intacta de dar un batacazo o al menos, despojarnos de esta terrible cruz que es la risa ajena. ¿O usted no sabe lo feo que es que sus colegas se le rían en la cara? ¿Acaso sabe la bronca, y el rencor, y la angustia, que se acovachan acá en el pecho cuando viene el Huevo y sus jugadores y se te ríen mientras te están dando una zurra de aquellas? El Huevo, juez, el del equipo ese que todos corren, y putean, y corren y putean. Esos que viven por y para el torneo. Pero nosotros también nos lo tomamos en serio. Usted podrá decir que algunos toman en serio. Y ...sí. Pero bueno, los problemas alcohólicos de mis compañeros no los vamos a resolver ni usted ni yo, juez .O sí. ¿O usted no imagina lo bien que le haría a esos corazoncitos de casi veinticinco años, que canalizan sus miserias y fantasmas a través de una botella, ganar un partido? O simplemente, meter un gol. Uno solo.
¡¿Cómo va anular ese gol, juez?! ¡Dígame cómo! Si hasta habíamos preparado un festejo por cada integrante del equipo. ¡Once festejos, mi viejo! Casi contratamos a una coreógrafa. Era el final de la angustia, de la degradación. Era gol. Si cuando el Duende tira un caño, y le rebota al rival, y el Sacha la agarra, y se la quiere pasar a Mati, pero le pifia por quince metros, y entonces quedo yo solo frente al arco, y yo que siempre fui arquero, pero ahora no, y la tenía a la redonda ahí, servida con fritas y gaseosa, boyando, deliciosa, sumisa, entregada, eso, entregada, y la empalmo de volea , una volea que ni le cuento, y la pongo en un ángulo, créame , en un ángulo, y la red se infla orgullosa como se infló el pecho, y el equipo estalló en un gritó afónico y eufórico, como un orgasmo múltiple, y nos poníamos “uno- cinco” abajo, y era el final de la mala racha, juez, le juro, juez, yo estaba habilitado. ¡Habilitadísimo!
¡¿Cómo va anular ese gol, juez?!Claro, por ahí usted sentado en ese estrado, y sabe de leyes pero no tiene la menor idea de fútbol. Pero se supone que ese juez de línea sí tendría que saber. ¿Cómo el tipo ese va a anular el gol, señor juez? Por eso , señor juez, fue que tuve que buscar la navaja que siempre llevo en el auto- por cualquier cosita que haya que arreglar, ¿vio?- e irremediablemente matarlo. Ahí, delante de todos. Hundiéndole la navaja ante la mirada estupefacta de los rivales y la desazón de mis compañeros, gritando desaforado “ ¡Baja la bandera, hijo de perra!”. Lo tuve que matar. Aunque por ello me pierda el próximo partido, y probablemente, los siguientes veinte o treinta campeonatos.