miércoles, 2 de mayo de 2007

La ciudad de Andrés

Andrés

El tiempo cae lento, imperturbable. Como esa gota que la lluvia posa sobre el techo y cuya caída es indefectible. Esa gota cuyo parsimonioso andar hacia el abismo solo puede ser detenido por el sol abrasador y abrazador que la rescata. Porque sólo el sol detiene el tiempo y lo congela cálidamente. Pero es también el sol quien, en su caprichoso vaivén, viene y se va, sentenciando el ritual paso del tiempo.
Hace rato que el sol no sale para Andrés. Las persianas bajas y pesadas, como los párpados del sueño, clausuran las horas en un impreciso tiempo sin tiempo. El reloj hace agua en un mar de segundos que nunca serán primeros, y clava su aguja en la entraña de un desmemoriado recuerdo. La oscuridad es tan clara que todo se confunde y a la vez, ya no hay lugar para la confusión. Los años , uno a uno, amontonados en una invisible maleta, listos para volver a partir. Andrés mira todo sin mirar. Ya no mira porque empieza a ver. Está solo consigo mismo. Una vez más. Por primera vez. Hace rato que Andrés no sale al sol.

Mañana

El día llama campaneando en las pupilas. La rutina amenaza con efectiva intimidación: si uno no responde, las consecuencias son graves. Sin embargo, Andrés no parece temer y atiende a la rutina por simple inercia, y hasta por oculta religiosidad. Todas las mañanas son iguales. Las pequeñas muertes de la noche anterior se desploman en ellas y como indelebles huellas, dejan sus restos.
Pero últimamente todas las noches son anteriores y todas las mañanas son restos. Así que Andrés es inmutable ante los obstáculos que complican el tránsito matinal. Las sábanas de humo que aún no consumió el día y los ruidos inevitables , imprimen aún más violencia al caótico escenario. El tránsito es pesado como sus pasos y quizá la concentración que implica el camino, o la mera somnolencia, lo hacen indiferente a los mismos rostros que cada mañana saludan, firmes, desde sus rigurosas posiciones. Ni siquiera se detiene en las esquinas.
El recorrido se repite: toma la periferia (probablemente porque la luz es más intensa y lo despabila), recoge el diario y mientras lo hojea, llega al centro para iniciar su jornada laboral. Allí lo espera su austera oficina: una mesa y una silla, meticulosamente acomodadas la jornada anterior, desprovista de elementos molestos y cualquier tipo de mugre. A lo sumo un cenicero, y algún cadáver de nicotina; no más que eso. Andrés aprendió con los años a separar el trabajo del resto de las cosas y es por eso que en la mesa solo encuentra una pila de papeles, una calculadora, una lapicera y una máquina de escribir. Antes de trabajar, lee absolutamente todo el diario y subraya las partes más relevantes.
El mes recién empieza, por lo que presiente que estos días serán más intensos en cuanto al aspecto laboral. Las cuentas, los folios, los trámites y otros burocráticos etcéteras, ocupan su mente durante las primeras horas.
Digamos que Andrés vive de rentas. Nunca fue un hombre muy adinerado. Pero sus casi treinta años de trabajo en la redacción del diario, el alquiler del pequeño departamento que compró después de ganar aquel juicio y la austera – más no despreciable- suma que le pagan cada mes por las notas que entrega al diario, hacen que tenga sus recaudos para mantenerse mínimamente. Luego de su voluntario retiro, Andrés dispuso cada mañana a ordenar cuentas y teléfonos, y convirtió aquel lugar en un centro de operaciones.
Allí, se toman todas las decisiones. Desde su teléfono (el cual - y muy curiosamente- no recibe llamadas sino que solo puede efectuarlas) hace los indispensables comunicados para mantener todo en orden. El señor del puesto de diarios – “el martes pasado vino media hora más tarde” ,“que no se repita” ,“el suplemento de la mujer no es necesario”- , el portero – “pase los días 8 de cada mes con todas la boletas”, “ y por favor, dígale a los pendejos de arriba que no hagan ruido con la cama”-, el de la inmobiliaria – “ ¿cómo que el inquilino no pagó?” ,“Es el segundo mes que se atrasa”- y por supuesto, Federico.
Federico es un pibe que Andrés conoció en sus últimos años en la redacción. De entrada lo apadrinó, un poco por paternalismo y otro por interés. Federico, que cuando ingresó al diario tenía 18 años, le servía a Andrés para hacer el trabajo pesado que tanto le estaba costando. Es que ya no tenía ganas de andar yendo y viniendo por la ciudad en busca de una noticia interesante. Primero porque , a esta altura ya no lo daba el físico. Segundo porque sentía que sus ojos – ya empequeñecidos- no podían ver nada interesante. Entonces Federico- que además de unos pesitos para su casa, buscaba experiencia- era el encargado de salir como ávido cazador de primicias. Para él, cada jornada era un expedición, un aventura, y su novel mirada, cubría cada mezquina ocasión, con la fantasía y la magia de los grandes sucesos. De esta manera Federico relataba- asombrado y ensimismado- la fabulosa noticia y Andrés, en su cómodo sillón de cuero descuajaringado, tecleaba con la soberbia de los que tienen experiencia. Federico le daba aire a los últimos años de Andrés como redactor de noticias. Pero había algo más que lo llevaba a tener esa ¿compasión? con el joven: Federico le recordaba a si mismo. Sin embargo, nunca expresaba su afecto de manera muy efusiva y su comunicación no superaba un “bien, pibe” o “rico el café”.
Igualmente, los tiempos de redacción diaria han terminado para Andrés y el lazo que lo une a Federico dista mucho del de un hijo que nunca tuvo: el muchacho ejerce , de alguna manera, el oficio de cadete. Andrés necesita de alguien de confianza para realizar los trámites y los pagos. Cuando se agudizó aún más la necesidad de encierro, Federico paso también a ser el chico de las compras. Además, Federico se encarga de pasar a buscar cada semana las ochenta líneas que Andrés escribe para el diario.
Por eso , al llegar el mediodía, Federico toca el timbre con asombrosa puntualidad para un chico de sólo veintiún años. Qué tal, como le va señor Ramírez, aquí tiene, serán sus únicas palabras para Andrés , quien responderá con la misma parquedad.
Una vez agotada la mañana y concluida la jornada laboral, Andrés Ramírez se aleja del centro y se dirige a comer.

Mediodía

Andrés no come mucho. Su escasa economía y su igualmente escasa habilidad gastronómica, reducen el menú a un limitadísimo combo. Bife o fideos, y agua por los mediodías. Alguna vez una milanesa. Las opciones no escapan a eso. Andrés come poco y lo hace solo. Es tal su apatía a la comida, que suele hacerlo parado, junto al frío de la barra. Allí comenta consigo mismo las noticias que su dormida cabeza no alcanzó a procesar durante las horas anteriores. Relaciona cada hecho con crónicas anteriores. “Es igual que aquella vez, cuando tuve que cubrir el conflicto entre los vecinos de...”, repasa el diario y su propio anecdotario profesional. Es que es cierto: en treinta años de periodismo, las calles se hacen más cortas y más familiares, y en cada novedad uno reconoce alguna vieja sentencia. “Ja, estos zapatos no están así por descuidado” suele jactarse cuando el diario afirma algo que el había vaticinado. Enciende el primer cigarrillo del día y mientras el humo asciende sigilosamente , una corriente de tibia y dulzona pachorra sube por su cuerpo.
Luego , cuando el sol gime más agudo que nunca a través del delgado cristal del día, vuelve a su cueva de origen. La siesta es inevitable. Como los recuerdos que a uno lo invaden cuando siente el estomago lleno y el corazón algo vacío. Un rostro lejano, una caricia sin tacto. En fin, no son horas para cursilerías y ya se dijo, la siesta es inevitable.

Tarde

Un fantasma solía decir que se puede escapar de todo, menos de los sueños y de las pesadillas. Andrés conversa cada noche con el insomnio, para evitar que los sueños que anidan en el galpón de su mente, afloren. Por eso a la hora de la siesta, cuando la luz sobrevuela el aire como un ángel guardián, se entrega despreocupado a la cobijadora almohada. Pero la siesta pocas veces se conforma con ser un lúgubre reposo, un pálido bálsamo, y suele agitar en ríos de helado sudor las barcas de su inconsciente. Andrés sueña intensamente. Sus sueños – no me animaría a llamarlos pesadillas- escupen colores , rostros, olores, lágrimas, fuegos escondidos. Aparece ella. Continuamente está allí. En cada calle que recorre, en cada sombra que visita, está ella. También están sus propias manos jóvenes, sus pies livianos cortando avenidas y tilos, cruzando en diagonal toda La Plata, anotando mil historias y callando mil fracasos.
Pero ella está allí. Cada sueño es un reportaje: un hecho, una calle, una crónica, un testigo y ella. Siempre está ella. A veces sonríe tímida. Otras veces llora. Otras pide disculpas. Con una mueca de mujer vencida, le dice “es la vida”. Eso. Como en el tango. Es una mueca de mujer vencida. El corre a buscarla, desesperado. Se borran las calles, se derrumban los edificios. Todo se desvanece en su infinita carrera. Pero nunca llega. Andrés se despierta transpirado. Los músculos dolidos y un brazo estirado con la mano abierta. Andrés se agarra la cabeza, toma un vaso de agua y se dice “ya pasó”. Andrés busca despejarse, como cada tarde. Lo mejor es seguir la costumbre: ir al centro, pasar por la biblioteca y leer. Allí, la mesa y la silla de siempre aguardan como un corazón abierto. Lee y estudia. Quiere ocupar más que su mente, pero los distritos internos son muy rígidos y los huecos del bobo nunca se llenan con las sobras del mate. Lee y lee. Ya no escoge literatura francesa, ya no elige rimas o sonetos. Ya no busca la métrica que encuadre de manera perfecta el amor de los amantes enamorados. No. Lee y lee. Lee derecho. Derecho Romano. No lo necesita. Lo hubiera necesitado durante el juicio. Pero ya no , porque el juicio lo ganó. En aquella ocasión había dicho que ninguna ley es justa, si no explica porqué se pierden ciertas cosas. Pudo haber perdido la vida. Ganó un dinero. Pero la ley no lo conformaba. ¿Por qué ahora estudia Derecho? ¿acepta finalmente las reglas? Andrés lee y lee. No quiere perder el juicio. Por eso se retira. Esta tarde, bien tarde, pasará Federico a buscar las ochenta líneas semanales.

Noche

La noche ya desplegó su oscuro velo y las sombras pueblan cada esquina. Uno tímidos faroles musitan débiles voces que se pierden entre tanto silencio estruendoso. No hay nadie. Atrás quedaron la biblioteca y los libros. Alejarse otra vez del centro (ese constante ir y venir, como quien busca y escapa al equilibrio). Una buena ducha, algo para picar y luego, lo de siempre. Un café, el atado semi vacío y el humo suelto, semi desnudo. La noche. Nada raro. Descifrar dibujos en el cielo y adivinar las manchas de humedad en las manos.
Suena el timbre. Federico. Era hora. “Creí que no venía”. Abre la puerta. No es Federico. “Disculpe, yo soy la novia de Federico, Luz. Él no pudo venir porque le asignaron una corresponsalía.” Andrés no dice nada. Toma la nota de ochenta líneas y se las entrega acompañadas de un “gracias, señorita”. “Hasta luego”. Cierra la puerta y vuelve a su reposo. A su café, a su humo, a su humedad. A su noche. Quiere evitar el whisky pero la religión es una cuestión de fe, y por tanto, de fidelidad. Sirve uno, dos , cinco. Piensa. Todo el tiempo lo hace. En él, en ella. En las calles, las crónicas, y los crudos resabios de la siesta. Seis, ocho. Siempre está ella. Sus ojos, su llanto. Su mueca pidiendo perdón. Andrés bebe y se sonroja ante sus absurdos enredos. Aparecen dos o tres amigos de al infancia, un auto, un gol. Aparece Federico, él mismo joven. Aparece esta chica. Luz, era su nombre. Andrés se ríe solo. Vuelve a su rostro el rostro de ella. “Nada que ver” se advierte. Ni el blanco de los ojos. Dolores era única. Esta chica es una más. Basta ,se reprime. Sería hasta una obviedad literaria compararlas, confundirlas. Basta, se agota. La botella también.
Un soplo de luna late imponente sobre los techos. La ciudad duerme . Andrés también.

Un día

Esta mañana no se levantó a trabajar. Quizá porque el almanaque marcaba una “s”. Pero Andrés no hace caso a los almanaques y para él no es ese día. Es simplemente un día. Lo cual no es poco. Las tardes de sábado en la ciudad gozan de teatral armonía; tienen un aura especial. Los retratos familiares se adueñan del espacio, pero Andrés los esquiva con impune inmunidad.
Llega la noche y Andrés espera (lo que cual es mucho). Fuma y extrañamente, no piensa. La ducha reciente bañó con envidiable tranquilidad su cuerpo. El timbre quiebra el oscuro sepulcro pre ceremonial. Es Luz. “Entrá , Luz” dice él. “Traje vino” sonríe ella. “Mejor, demos unas vueltas” piensa él, y la lleva a recorrer. Conoce cada punta, cada luz , cada trozo de suelo, y ella lo sabe. Hacen que hablan. El presenta sus credenciales y esconde sus intenciones. Sabe que no es lo correcto, que él no hace estas cosas, que él odia estas cosas. Sabe que ella no es Dolores, pero es Luz. Y es realmente linda. Y qué linda es cuando se ríe. Y que Federico es buen chico. Que lo aprecia. Pero no sabe si lo quiere. Querer, querer, lo que se dice querer. En realidad es un cariño autoreferente, porque Federico no es más que un joven proyecto de Andrés.
Ella finge saber mientras aprende. Teme acorazada. Piensa que quiere a Federico pero que ya lleva un mes de corresponsalía, y se la van a extender dos semanas más. Que esta ciudad es grande y ella pequeña. Que Andrés conoce cada rincón y que es la única persona con la que compartió horas y café durante los últimos treinta días. Que hay algo en él tan raro. No sabe. Es como un padre. O algo más. Piensa en Federico y lo ve a Andrés. Por un instante- fatal por cierto- piensa que Federico no es más que un joven proyecto de Andrés.
La madrugada de sábado en la ciudad puede adornar una vitrina llena de trofeos y medallas, o ser acariciada ásperamente por las manos vacías de la derrota. Andrés no sabe. Luz ya duerme y él sigue despierto. Dos piernas jóvenes y desnudas , enredadas en la húmedas sábanas, son un paisaje que alteran a cualquier mortal. Sin embargo Andrés recibe la postal con increíble calma. Es cierto que mil veces pasó por esta situación: el pequeño vacío del después. Y si bien la tormenta cesó, Andrés se eleva y desciende entre la culpa y la resignación.
Contempla en silencio su gris morada, su austero monoambiente. Un cuadrado perfecto. Una ventana sobre la mesada y en el lado opuesto, la cama. Perpendicular a esta, una pared vacía y vaciada por otra ventana y enfrentadas, la puerta del baño y una biblioteca, gorda de libros y retratos amarillentos. En el centro, una silla y una mesa. Hay una botella vacía sobre ella, unos cuantos papeles y una máquina de escribir. Conoce cada esquina, cada lámpara, cada mancha de humedad, cada sombra. Andrés mira su departamento como alguna vez miró a su ciudad. Todo le pertenece y a la vez, todo le es ajeno. Como la mujer que yace a su lado. Andrés piensa en Federico y cierra pausadamente los ojos.
Es algo más que culpa. Una mujer confundida, un hombre traicionado. Luz se fue . Un hombre traicionado y una mujer confundida. Andrés está solo y ya no piensa en Federico: piensa en él.

Tiempo

Hace rato que Andrés no sale al sol. Meses, años, siglos quizá, encerrado allí. Las persianas bajas y pesadas, como el martillo de la sentencia, clausuran las horas en un impreciso tiempo sin tiempo. No hay relojes ni espejos. Ya no hay fotos ni recuerdos. No hay calles ni crónicas. La oscuridad es definitivamente clara. Todo le pertenece y todo le es ajeno. Andrés está vacío y lleno de incertidumbres. Ni siquiera aquella vez, cuando una ruta casi le dice basta, se sintió tan al borde. El olvido y la memoria flotan como ánimas sinsentido.
El tiempo no cae lento ni rápido. Ni siquiera cae. Andrés ya no mira porque empieza a ver. Está solo. Una vez más. Por primera vez. Porque aquello que creyó irremediablemente propio, se escapa de si mismo. Ni siquiera los dolores le son propios. Por eso está solo.
El tiempo y el espacio se confunden caóticamente. Los sentimientos que quedan y las pálidas sensaciones, también lo hacen. El círculo cierra, ahorca y dibuja una mueca de mujer vencida. “Es la vida”. La vida muere aunque viva, y esa es su ley. Quizá por eso Andrés decía que ninguna ley es justa, si no explica porqué se pierden ciertas cosas.






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